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viernes, 27 de noviembre de 2015

Las flores

Lo único que recordaba de la última vez que había hecho aquel viaje eran las florecillas rosas de los almendros. ¿Eran almendros?

Quien sabe. Recuerdo que yo miraba por la ventana ansiosa por volver a reencontrarme con los árboles de las flores de papel.

Me sorprendió la presa de agua y el gran desnivel del relieve. No recordaba tanta montaña.

En un momento, nos cruzamos con un gran tren de mercancías. Se podían sentir en los vidrios del tren en el que iba yo unas vibraciones más intensas. Estábamos tan cerca que mi estómago sintió el miedo antes que mi cerebro. Una de las dos máquinas, quizás la otra, daba bocinazos largos y ruidosos. Se oían ahogados en la velocidad y el viento que separaba a los trenes entre ellos y su interior. El de mercancías llevaba ropa cosida en Indonesia hacia alguna ciudad que la repartiría a través de camiones en diferentes tiendas de la parte Oeste del país.

¿Por qué pita el tren? ¿Es porque estamos a punto de chocar uno con otro vagón? ¿Quiero que este sea mi último pensamiento?. Se me agolpaban las frases que decía una misma voz dentro de mi.

Y de repente, volvía a lucir el sol junto a mi ventana. El otro tren había desaparecido y se había llevado con él el estruendo. Ambos seguían sus respectivos caminos. Me había olvidado de las florecillas rosas por unos minutos de intenso miedo. Me sentía aliviada. Y un poco ansiosa.

Pensaba en la muerte a menudo. Más que en el hecho en sí, pensaba en las numerosas ocasiones en las que la muerte acechaba en mi día a día: un cruce en las vías de dos trenes largos y angostos. Un policía con un arma en la mano paseando por el hall de una estación de trenes. Un paso de cebra en rojo. El punto más alto de un acueducto. Una gasolinera.

Me sumergía en estos pensamientos cuando, sin previo aviso, vislumbré un atisbo de las flores que esperaba encontrar. Los árboles estaban completamente desnudos. Pero seguían ofreciendo, aún así, un color rosáceo difícil de distinguir. Sólo quien hubiera visto el anterior aspecto podía descubrir el secreto del actual.

Habían desaparecido las flores.

Pero estas habían dado lugar a una desnudez vegetal brillante. Se distinguía el rosa y sólo habían ramas y troncos. No era algo muy esperable. Parecía un milagro. Ojalá tuviera uno de esos árboles bajo mi ventana, pensaba. Mi cabeza iba a la suya.

El tren seguía su camino y perdí de vista las ramas desprovistas de flores y el paisaje melancólico. Volvían las montañas bajo la atenta mirada del cielo azulado. Decidí volver a la lectura.

Creo... Creo que sí. La última vez, la anterior a la que había subido a ese tren, cuando hice el viaje, rondaba la primavera por mis venas y las de aquellos árboles.


Es otoño ahora.

lunes, 1 de junio de 2015

Flores de cactus

Éramos como dos pajarillos encerrados en una jaula lo suficiente grande como para no pensar demasiado en la libertad. Teníamos el aletear acostumbrado a no llegar demasiado alto. Pues la cabeza nos tocaba el techo y aquello nos producía escalofríos. La desagradable sensación que sólo puede sentir quien sabe que puede seguir hacia arriba, volar más alto, pero algo duro y aparentemente fuerte se lo impide. Como una cúpula de metal con vistas a las nubes. 

Alguna vez habíamos salido a volar. Habíamos sentido el aire en la cara y el mundo a nuestros pies. Pero aún así seguíamos sin saber cuan era de grande el espacio que separaba nuestra existencia de todo lo demás. Y como no lo sabíamos y no parecía verdad que lo fuéramos a descubrir, acabamos volviendo a la jaula que nos guarecía del frío y de los complejos como la desastrosa ansiedad y la desidia al ver pasar el tiempo más rápido de lo que nuestras alas eran capaz de moverse. Allí siempre había comida. Pero sobre todo, siempre estábamos juntos. En la inmensidad que nos ofrecía todo lo de afuera no encontrábamos lo único que hacía valer la pena estar dentro: el cariño. El calor. El amor. Llámalo equis. O llámalo eso que hace que todo lo demás carezca de importancia. 


De vez en cuando, mientras yo me columpiaba en el balancín y tú te limabas el pico hablábamos sobre cómo sería vivir afuera en forma de unidades indivisibles De uno en uno. Salir, establecer un nuevo camino lleno de dificultades que sortear. Llegar a conocer la verdad suprema de sentirse libre. Sentirse parte de los paisajes más recónditos y probar las aguas mágicas de países impronunciables, y casi invisibles. 

Uno lo decía y el otro asentía, o se quedaba ensimismado mirando entre los barrotes. Luego, al otro día era el otro quien lo comentaba. Y así se sucedían nuestros pensamientos y dudas mientras lo único que no se rompía era el pequeño pero inquietante rumor de la separación. 




"Pero si estamos bien".