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lunes, 13 de julio de 2015

el té



El otro día hablábamos de unas cosas... ¿sabías que el universo se expande? ¿y que la muerte de la vida existente en  nuestra galaxia (al menos la que tú y yo conocemos) se dará porque llegará el día en que todo estará demasiado alejado entre sí en el universo y el calor del Sol no llegará a la Tierra? 

Los astros están enfadados. Quieren hacer su camino. Han visto que el universo es infinito, que no tienen por qué permanecer en el sitio, que pueden alejarse, recorrer años luz de desconocidas galaxias unidas por agujeros negros que se encuentran en las pecas de los pelirrojos y han decidido hacer la suya. 

Estuvimos hablando sobre la muerte fría durante un largo rato. Y de repente, me entraron ganas de acostarme, de cerrar los ojos e imaginar que flotaba como un ente más en alguna clase de armonía en el espacio ese que no tiene fin, ni principio. 

Aunque podría empezar en ti, por empezar. 

Al final me recosté sobre un puñado de cojines intentando estar tan callada como para poder sentir cada una de las pequeñas, cortas e irrisorias corrientes de aire que entraban por la ventana y me rozaban la nariz como si me la acariciara uno de tus finos dedos.

Pero no eran tus dedos.

Cerré los ojos para evitar que mi estado mental se distorsionara por el campo de visión del techo y de algunos de ellos hablándome como si aún les escuchara. Ya no estaba ahí. Estaba flotando en algún lugar del universo que no se podría localizar, pues de sobra se sabe que los lugares infinitos no tienen mapas que los recojan.

Y así, tumbada sobre aquel hueco de la habitación llegó el inicio de mi muerte fría.







jueves, 14 de mayo de 2015

Por FAVor, quiero decir: AMOR

Había una vez un hilo púrpura que se había creado hacía mucho, mucho tiempo, e iba uniendo a personas sin que ninguna de ellas se diera cuenta. Era un hilo que se alimentaba del amor que se profesaban algunos humanos, un número limitado, a lo largo del mundo. Y los iba uniendo y entretejiendo una especie de tela de araña a lo largo del globo que era invisible a las personas pero muy visible a los astros que reinaban en la galaxia. Cuanto más crecía el hilo, más longeva era la esperanza de vida del astro del Amor. 

Un día, Amor se había levantado cabizbajo porque su vida se acababa por momentos. Sentía que los huesos le pesaban; que la gravedad, fuerza que nunca había sentido en sus millones de años luz de vida, empezaba a ejercer una especie de  atracción hacia él que le arrastraba hacia el espacio vacío que existía bajo sus pies. Oscuro. Infinito. Cuando un astro caía, no volvía a aparecer por allá.  Nadie sabía lo que había, y desde luego nadie había ido a investigarlo. Era un misterio como cualquier otro de la vida. Como por qué hacer pompas de jabón relaja a las estudiantes, o quién había dicho que las flores se podían juntar en ramos efímeros y cortados.

Pero aquel día no fue un día cualquiera. Cuando Amor se sentó en la silla de su escritorio y apoyó la cabeza en uno de sus brazos para mirar con aparente aburrimiento hacia la Tierra, vio que la luz púrpura parpadeaba. SE quitó las gafas y se fregó los ojos. Volvió a mirar. Efectivamente, la luz volvía a aparecer y desaparecer. Se volvió a poner las lentes y con sumo cuidado amplió su vista hacia la Tierra. Quería no perderse ni un detalle de lo que allí ocurría:

Dolores había llamado a María para decirle que le había enviado un cheque junto a una rosa con el dinero que ésta necesitaba para operarse. María no supo que decir, no podía decir que no. Pero, ¿qué se dice ante algo tan grande? Pensó María. Ambas lloraron, desde la soledad de sus casas. Una por una cosa y la otra por muchas otras. María acabó aceptando el dinero y pensando qué cosas buenas se estarían haciendo por la Tierra en aquel momento. 

El hilo corrió y corrió hasta otro país donde una buena amiga le había regalado a la otra un año entero de Spotify Premium y un estupendo álbum de fotos de las dos. La razón, es que la recibidora del premio le había encontrado trabajo en una pequeña empresa de publicidad a su buena amiga, que había encontrado el equilibrio personal que necesitaba en aquel lugar. 

El hilo siguió corriendo. Marcos estaba sentado en el jardín de su casa mientras escribía muy relajado una carta de amor para Claudia, que se iba de viaje muy lejos y a la que no pensaba volver a ver en mucho tiempo. Encontró a un niño que pasaba por allí y le dijo que a cambio de entregar su carta, le daría el deseo que él quisiese, pues Marcos tenía mucho dinero, aunque pocos amigos. El niño, Pere, había accedido a entregar el pedido pero lo único que le había pedido a Marcos es que le dejara remojarse en su piscina algún día. Hacía mucho calor en la ciudad y una piscina era un lujo que pocos podían darse. Ambos cerraron el trato sonriendo. 

Claudia recibió la carta. Aunque ya estaba en el aeropuerto camino a tierras europeas. Echó algunas lágrimas de amargura. Por supuesto que quería a Marcos. ¿Cómo no se había dado cuenta? Así que cuando llegó a su destino creó una empresa que se dedicaría a permitir a sus usuarios llamarse mediante hologramas y recibir cálidos abrazos y húmedos besos como si la realidad fuera de otro material. Fue una gran iniciativa que unió a muchas personas  y las hizo muy felices. Claudia y Marcos no fueron una excepción. 

Laura, otra de las usuarias del invento de Claudia, hizo un viaje holográfico a Kenia, tras el que decidió, al darse cuenta por fin de la situación, adoptar un niño huérfano. El niño no era tan niño, ya tenía doce años. Le llamó Esteban. Pero junto a su nueva madre pudo tener todas las necesidades cubiertas básicas (y otras no tan básicas).  Esteban creció enamorado de la vida. Tanto, que cuando pasaron los años y María fue a su clínica llorando de la emoción porque le habían dejado el dinero para operarse, decidió no aceptar su dinero, operarla de manera gratuita, y enviar el dinero a un centro de niños que, como él, no habían tenido demasiada suerte en su infancia. María se lo contó a Dolores, y ambas insistieron en invitar a Esteban a cenar. Se hicieron grandes amigos. 

Amor estaba atónito, no podía seguir la velocidad que había adquirido el hilo púrpura en los últimos diez años de su vida en la Tierra y sus tres últimas horas atendiendo al globo terráqueo. De repente, respiraba fuerte y acompasado. Los huesos no le dolían, se sentía ligero. Su vida ya no pendía de un hilo.