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jueves, 17 de diciembre de 2015

Las mañanas.

Por primera vez desde hacía días, tenía una mañana para mí.

Madrugué.

Sólo para ver a los niños de las manos de sus madres, padres, hermanos o abuelos ir al colegio.

A lo largo del día se van sucediendo los olores de las horas. Y el de las ocho de la mañana me inspira unos sentimientos muy especiales. Limpios. El del café se mezcla con el del sueño, y juntos impulsan a las ganas, que se deslizarán minuto a minuto hasta que llegue de nuevo la hora de acostarse, y las ganas hayan desaparecido paulatinamente y el olor a café haya mutado en un olor a gastado, a cansancio, a desgana. El de las doce, el cambio de un día en otro, es un olor absolutamente antagónico al de las ocho de la mañana. No sabría expresarlo mejor. 

Me senté junto a la ventana, con la bata anudada con todas las fuerzas del frío mañanero en diciembre, y el tazón con el café apoyado en las rodillas.

La gente caminaba, al otro lado de la ventana, con prisas. Por llegar, por vivir, por acabar. Quien sabe. No me gustan las prisas. Según el calendario chino estoy en mi cambio de año, por lo que ahora mismo soy muy vieja de alma. Quizás tiene que ver con eso. 

Me puse la música y flotaba por toda la casa. Junto al baño de luz que otorgaba el sol, creó un ambiente de ensueño de esos que duran pocas horas y que suele romper una llamada de teléfono o un mal pensamiento. Un momento de esos por los que vale la pena vivir. Unas pocas horas de tranquilidad, sosiego y descanso. 

Me acerqué a la biblioteca. Recorrí con las manos los lomos de los libros. Me apetecía leerlos todos. También se me ocurrió hacer un poco de ejercicio sobre la esterilla junto a la gran ventana el comedor. 

Finalmente, decidí seguir recostada en el sofá. Mirando a la nada. Pensando en apenas nada. Escuchando la música recorrer la casa y mi cuerpo. 

Sentir los latidos de mi corazón. Como el galope de un caballo que lleva horas haciéndolo y ya no siente el golpe del suelo contra sus patas. Ya no siente más que el viento en el hocico. 

Se pasaron las horas. Alguien dirá que no hice nada ese día. 

¿Qué hicieron ellos? 



miércoles, 26 de agosto de 2015

Y de banda sonora, Seda y Hierro.

Abre los ojos, lentamente. ¿Es posible abrir los ojos lentamente? Así es, y ella lo hace cada día. No pronuncia palabra hasta que no se toma el primer café del día. No sabe, no puede. Le faltan las fuerzas hasta para bajarse los pantalones del pijama en el baño.

Chanclas, bragas y un vestido de algodón, las gafas. Nada de peines, está fea. Da igual, no puede hablar. Hace sueño.

Baja a tomarse un café y un croissant:

- Buenos días, ¿lo de siempre?- le pregunta la panadera simpática que lleva horas levantada y atendiendo a cafés con legañas y a personas humeantes.

 Ella asiente. Y se sienta. Desbloquea la pantalla del móvil y ya baja la mirada que no volverá a subir ni para ponerse el sobre de azucar dentro de la taza. Ni para mirar el cuerno del croissant que de tanto mojarlo se deshace y se tira de bomba al café que salpica el platillo, la mesa, el vestido.

Entra en el correo. Hay mensajes. Odia los mensajes sin remitente real, pero los abre igual porque no puede tener mensajes sin leer, o al menos sin abrir, en su bandeja. Es una de esas manías incontrolables como la de tener todos los botes cerrados con sus respectivas tapas en el baño. 

Infojobs. Hoy tampoco hay trabajo para tí. H&M gracias por apuntarte a nuestra bolsa de trabajo que nunca consultamos. Nos complace decirte que perdiste tu tiempo. (Ve a buscar un trabajo a tu altura, te estamos haciendo un favor, idiota). Facebook dice que alguien entró con su cuenta en un ordenador Mac ayer a las 15:31. Era ella misma. Facebook la vigila. Le da lo mismo, mensajes borrados. Un remitente que no existe le insta a que mire lo que gente que le da muy igual (como toda en general) ha tuiteado. Para qué entrar, si quiero leer chorradas aquí al lado tengo el periódico que no gasta megas. 

Oh no. Oh no. Oh no. 
Mensaje recibido de Cristina. Anoche a las 5am. Mierda, piensa. Por primera vez levanta la cabeza y mira a través del ventanal de la cafetería. La calle, la gente. Todos siguen sus vidas, sólo la de ella se ha detenido unos segundos. Tiempo necesario para coger aire antes de abrir los e-mails de Cristina. Cada vez que recibe uno, ella siente un balazo en alguna de esas partes del cuerpo que no son peligrosas para recibir un bala. Como los brazos, o las piernas. Tiene las extremidades agujeradas. 

¿Lo abre? ¿Lo borra? Puede borrarlo, pero dentro de tres horas estará metiendo la nariz en la papelera donde van todos los e-mails que dan miedo o asco. Y lo abrirá y lo leerá. Y entonces verá lo que Cristina tiene que decirle:

Que ya sabe que nunca le contestará, que lo siente, una vez más. Que fue egoísta y terca. Que no tendría que haberse ido sin avisar. Que lo siente y lo siente pero de verdad. Que la perdone, que el tiempo está de su parte. Que como estás, que ella está bien. Más o menos. Que quiere venir a verte, que necesita abrazarte. Que ya sabe que tú no querrás ni contestarás pero que ella te lo tiene que decir porque sino no puede vivir tranquila. Que sí, que al final es egoísmo. Que si has encontrado trabajo o algo que te motive en la vida. Que qué tal en la asociación, que si vais tirando. Que te quiere. Que ella se va a mudar a una casa más pequeña. Que ha estado con otros chicos y chicas pero que a quien está esperando es a ti. Que la perdones y que vayas. Que ya sabe que es tarde, pero no pierde la esperanza. Que echa de menos cuando desayunabais marihuana y café y luego abusabais de la bolsa de croissants de chocolate.

Levanta la vista. No quiere llorar, no quiere creer nada de lo que dice en la pantalla. Se deja el café a medias, y se levanta. Paga justo en la barra y regalando sus primeras palabras del día, "Hasta mañana", se despide. 

Sale a la calle y empieza a caminar muy rápido. Se va a tirar recuerdos al río. Después pasará por la frutería y comprará un kilo de manzanas. Espera no olvidarse. 

Buenos días.