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sábado, 24 de octubre de 2015

Cuarteles de Invierno




¿Qué lleva esa medicina que hace que todos los males desaparezcan durante un periodo de tiempo? 
Lleva música. 

Ir de concierto es la práctica moderna más parecida a ir a misa. 
¿Por qué pensáis que estoy loca? 

Entramos, todos en fila y en grupo, los escenarios no están hechos para poco público. 
Se apagan las luces de la normalidad y se encienden las de la vida. Empieza la fiesta. 

Los músicos a veces se drogan con cocaína. Pero otras se drogan de adrenalina, música y sintetizadores. En cualquier caso no me importa lo más mínimo. Yo sólo quiero sentir lo mismo. 

El cantante apenas habla, pero se mueve y hace aspas con los brazos, cierra los ojos y se deja llevar para que su voz nos mezca al público también. 

Las luces rojas dejan un aura infernal, un lugar donde no se puede vivir, pero al que todo el mundo queremos llegar en algún momento de nuestras vidas. 

Nadie habla. Ojos abiertos y oídos corriéndose. Voz, guitarras, sintetizadores, un dolor en el pecho que es el rebote de la batería. Las baquetas son unos dedos repiqueteando nuestros corazones. ¿Hay alguien ahí? Oh dios mío, por supuesto que sí. 

Y los codos a noventa grados. Olemos a Rexona o Nivea o Axe o a toda una mezcalina* de desodorantes, tabaco, sudor, cerveza y algún que otro rastro de humedad que se siente en el ambiente entremezclado con el humo de los cañones. 

La oscuridad nos abraza. Palmeamos porque con las palmas alimentamos el momento. Unos siguen a otros y los demás se contagian. Y allí arriba es otro mundo. 

Nos duelen las comisuras de sonreír. Y el alma... el alma nos duele de sentir, cojones. 

Nos acordamos del que nos dolió hace años. La que nos quiso ayer o, a veces, nos acordamos del que tenemos al lado porque es precisamente la persona con la que queremos estar en ese momento musical.

Todo se rinde a los pies del esqueleto de hierros que sube a los bienaventurados a cantarnos al oído lo que siempre sospechamos, pero nunca acertamos a describir: 

Que la música es la religión de nuestra fe, la banda sonora de nuestras insignificantes e imperfectas vidas.






*Palabra Inventada

martes, 7 de abril de 2015

Passion

Nunca había sido tan consciente de lo importante que es la pasión. La pasión mueve el mundo, nos mueve a nosotros. ¡No el amor! La pasión, que debe ser un estado del amor, una subparte del todo, o qué sé yo, es capaz de hacernos cambiar. De hacernos luchar por lo que queremos. De ser capaces de superarnos. 

¿Y la mezcla de la pasión con la esperanza? Esa especie de situación extraordinaria que lleva a los humanos a ser kamikaces, a intentar alcanzar lo inalcanzable. Es bonito saber que las personas nos auto-engañamos tan fácilmente (y que a veces, aunque sea en contadas ocasiones, lo conseguimos). 


No obstante hay un punto en el que cualquier persona, hasta el típico enamorao-de-la-vida, se pega una buena ostia contra el suelo. Y sin embargo, hasta esa gente que cae de tan alto se levanta del suelo de un salto y vuelve a empezar como si no tuvieran el cuerpo magullado y una neblina de lágrimas amargas ocupara el regazo de sus retinas. 

La pasión mueve montañas. La pasión por el baloncesto movía a la gente que conocí en Chile. La pasión por vivir, por sentir, nos invadía cuando descubríamos paso a paso de qué estábamos hechas en aquel momento de nuestras vidas. La pasión nos hacía beber de nuestros cuerpos cada nuevo momento que sentíamos de libertad e intimidad. La pasión.

Apenas utilizo la palabra, me queda demasiado grande. Es un concepto inmenso, demasiado devastador como para que alguien se dé cuenta de que no posee de eso. 

Pero ahí está, latente en nuestros cerebros, esperando que un buen día algo choque contra nosotros y nos arranque de cuajo todo el letargo que se pega a nuestros huesos y una nueva conexión nerviosa estalle dentro de nuestros fofos y endebles cuerpos y nos haga vibrar. 

¿Vale la pena vivir sin pasión? ¿Vale la pena vivir, de hecho? ¿Acaso tenemos opción de elegir? 

Ya estamos aquí, ahora hay que echarse al ruedo de la vida. Buscar la pasión. Puede estar en lugares en los que jamás se nos ocurriría buscar. Está en los bolsillos del vaquero roto de Xavi. Está en las pecas de Javier. Está en las suelas de las zapatillas de Jose, en la piedra que María le regaló a su padre. En el cerrojo de la puerta de Natalia. En las llantas del coche de Andreu. Entre los manteles que tiene Alex en su casa. 

Donde seguramente no esté es entre mis recuerdos. Entre los diarios antiguos o los dedos que repiquetean en las mesas de las salas de espera. No está en el horizonte. No está enterrada en la arena. Está más cerca, mucho más, de lo que pensamos. 

¿Que por qué lo sé? Alguien me lo ha contado hoy. Es un secreto, pero yo lo he hecho voces.