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viernes, 18 de diciembre de 2015

El poema en el poema

Ya no me anima ni Paco de Lucía.

Ni ver tu nombre escrito.
No me anima el tiempo.
Ni las calles bonitas.
No me anima la brisa.
Ni las patatas fritas.

Ya no me animan ni los poemas.
Ni las horas que me quedan.
No me anima la playa,
ni las gaviotas en su orilla.

En serio, no sé qué me pasa.
Ya no me anima nada.

¿Dónde estarán mis ganas?
¿De verdad se han ido?
Con la niña esa que camina ahí delante.
Escondiéndose de a poco sin mirarme.

Le da miedo girarse
y verme suplicar.
Las súplicas ya no sirven,
ni a los cacos,
ni a los infieles.

Mis ganas se han ido.
Alguien las vio en una cáscara de pistacho
navegando riachuelo abajo.
La niña de ahí delante sigue la corriente
no quiere que su barquito se choque.

Se van las ganas,
y el barquito,
y la niña.

Y me dejan aquí.
Tan sola.

Ni Paco de Lucía me anima.
Paco, dame palmas.
No quiero sentirme sola.
Quiero que me des palmas,
y que me vengan las ganas.

Las ganas se han ido,
las lleva un pistacho.
Una niña corre tras ellos.
Si vuelven, Paco,
si vuelven,
dame palmas. Que yo bailo.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Los doce de las doce.

A efectos técnicos somos los más madrugadores. Los que pasamos de un día a otro sin, literalmente, darnos cuenta. Durante la noche el reloj va mudando de horas pero nosotros sólo oímos el sonido de las teclas, el rechinar de los muebles, las puertas de las neveras cerrarse, los perros rascar  las puertas y a las personas masturbarse una y otra vez. 

También ronquidos, motos llamando la atención de la noche oscura, las putas de ahí enfrente luchando por sobrevivir de manera real mientras yo sufro de esta otra manera, sentado en la butaca. Pensando en ellas. Desde mi ventana se ve, entre los cientos de naranjos, la columna de humo que hacen sus hogueras. Implorando calor a través de un fuego tenebroso y lúgubre. 

Somos todos una panda de fracasados.

No tenemos ninguna razón por la que madrugar mañana, así que alargamos la noche como si permitiendo al cansancio penetrarnos los huesos y cerrarnos los párpados, nos apaciguara la sensación de que ni siquiera merecemos la cama. Porque, ¿a qué nos dedicamos?

Nadie nunca me ha considerado escritor. ¿Por qué debería pensar que lo soy? Sí, tecleo letras por las noches, hablo de otras vidas y de personas más fuertes que yo. Creo líneas. 

No soy mejor que el loco que baja a su perro triste a partir de la una todos los días. Arrastra sus pies como si nadie le hubiera enseñado a caminar y fuma con aire deprimente mientras el chucho olisquea sin ganas las farolas y el hombre, con su chándal y el chaleco de lana por encima, juega a imaginar qué hubiera sido de él si aquel tren no le hubiera (sólo) rozado. 

No soy mejor que la estudiante que vive en el edificio de enfrente, que lee cada noche en la gran mesa de su comedor con ropa de deporte y el pelo estirado hacia atrás, de manera que parece enfada con ella misma por no concentrarse lo suficiente para hacer su tarea. 

No soy mejor ni más necesario que ellos, no. 

En algún momento pienso en ti, pero muy vagamente.  Apenas visualizo ya tu cara. Y, realmente, tus suaves manos ya no aparecen en mis sueños. En su lugar hay quién sabe qué. Hace ya tiempo que no puedo recordar lo que sueño, y guardé la libreta donde los anotaba a la mañana siguiente. 

Sigo apretando teclas que llevan letras dibujadas. Bebo té, o café, o los viernes vino. Cuanto más borracho estoy más fácil me duermo. Pero nada, no escribo nada. 

Todo lo que tenía que decir, ya lo hice. 

Y ahora sólo me queda el eco, que resuena a partir de las doce, con los ecos de otras personas que se resisten a que sus días acaben o empiecen con los ojos cerrados de descanso.



martes, 1 de septiembre de 2015

Aún es hoy

Las uñas de los pies me brillan rojas y lujuriosas. Como si alguien las hubiera invitado a una fiesta. Desde luego yo, no.

No brilla nada más. Ni siquiera mi piel.

Las fotos de mi pared se mueven al son del viento que entra por la ventana. Este aire está confuso, medio enfadado. Yo le dejo entrar en mi habitación para que sienta el vacío que hay aquí, para que seque el sudor frío y para que haga bailar a los recuerdos. Pero aún así no se calma. Así que le susurro.

Hay un despertador que no tiene pilas, y en el que siempre son las siete menos veinticuatro. Y una hucha vacía. Yo creo que hasta la ranura se ha hecho más pequeña, ha dejado de sonreír. 

Hay unos cuantos libros apilados, haciéndome señales de humo para que les haga caso y les acaricie el lomo. Y por aquí deben estar mis gafas también. Pero es evidente que no las puedo ver. 

Y lo miro todo alrededor y me pregunto qué estarás haciendo tú ahora mismo. 

Quizás tumbado en tu cama, mirando el techo. Escuchando el mismo aire golpear contra tu persiana. Déjalo entrar, anda. Te trae un mensaje mío. 

Puede que tu habitación ya esté en la penumbra y sólo se vea el blanco de tus ojos. Es probable que tus pies descalzos hayan empujado sin ningún amor a la sábana hacia el principio de la cama. Y ahora es fácil que estés empezando a cerrar un ojo casi contra tu voluntad. Justo suena un golpe fuerte, del viento (de mí). Abres los dos ojos sin querer, del susto. Y vuelves a accionar tus párpados suavemente. Hacia abajo. 

Tu día se va a acabar y el mío sigue estando aquí. Dando vueltas por el aire y la ventana, y las fotos. Y los recuerdos y la hucha vacía y mis sábanas en su sitio y mis uñas rojas. 

Y ahora a quién le envío mensajes a través del viento.




domingo, 30 de agosto de 2015

Sin más

Se le nota que algo no anda bien, que él no está bien, porque engulle los cereales con la leche fría como si tuviera prisa por comerlos. Como si supiera que al acabar con el último trago de esa pasta que se crea cuando hay más cereales de los que la leche puede soportar, todo fuera a acabarse. El último mal-trago.  

Apenas habla. No dice ni mú. Sé que está ahí porque oigo crujir sus rodillas y tobillos cuando camina por el pasillo. Y porque arrastra los pies. Cuando está así la voz no se le apaga, sino que funciona al revés. Habla hacia dentro, y sólo se escucha él. 

Pasa muchos ratos asomado al balcón. Nuestro balcón es feo, pero cumple su función de balcón. Uno se puede asomar, puede levantar la vista y casi es posible ver el horizonte azul desdoblado entre los edificios y los tubos de las fábricas. Apoya los codos en los ladrillos y se aguanta la mandíbula como si esta fuera muy pesada. Saca el culo hacia afuera y su cuerpo hace un puente. Y a veces, cuando está mucho rato en esa postura, se acerca Estela y se queda justo en sus pies, dentro de la casita que él forma. 

Cuando se cree que no estoy al tanto, rebusca entre los bolsillos de las chaquetas, donde tiene la manía de guardar los cigarrillos, y coge uno con sigilosa exigencia. Va a por las cerillas a la cocina, y cogiendo mucho aire, da la primera calada que es como quitarse la mitad de los problemas. 

Cuando está así también escribe palabras en hojas que ya no le sirven, como las del banco. Luego las encaja, las mete dentro de cajas de diferentes tamaños. Y a veces, las une con líneas. Como si estuviera haciendo la misma hazaña en su cabeza. Casa-Perro-Mañana-Ene. 

Es tierno verle cuando está así. Aunque yo sepa que lo que le ocurre es otro de sus estados transitorios de tristeza mezclada con quién sabe qué otras cosas. Pero no puedo evitar sentir más amor por él. Al principio no comprendía que arrastrara tantas tristezas aparentemente injustificadas. Pero al cabo de un tiempo entendí que la tristeza forma parte de él y la tiene que pasar de vez en cuando. El motivo da más o menos igual. Lo que importa se sentirla. Sentirla como si la sangre la transportara desde la lengua hasta el ombligo. 

A veces, cuando está en ese estado, se queda de pie en la habitación. Y como yo no sé reaccionar ante semejantes situaciones chirriantes, hago lo único que sé hacer bien. Le abrazo por detrás. Para que no pueda decir que no. Para que no tenga que devolverlo, sólo preocuparse de recibirlo. 

Y le abrazo un largo tiempo apoyando mi cabeza sobre su omóplato. Y ahí estamos compartiendo la tristeza como si así fuera menos pesada, dividida en dos partes iguales.




lunes, 24 de agosto de 2015

El día (de la esperanza) y la noche (triste)

Tú y yo estamos separados de manera uniforme por un espacio que nos da la libertad de mirarnos cuanto queramos sin tocarnos. Incluso ese espacio nos permite hablarnos sin gritar para oírnos.

Somos como dos rectas paralelas. De repente nos hemos encontrado así, aunque debía hacer tiempo que caminábamos juntos y separados. Como ellas. Ambos tenemos el mismo espacio que recorrer, y seguramente lleguemos a parecidas conclusiones en temas como el amor o el arte. Conclusiones que, por otra parte, nunca podremos compartir.

Tú me miras y yo te devuelvo la mirada. Al principio con el ceño fruncido, en alerta. Y después bajo ese manto de lucidez que a veces y sólo a veces da el alcohol cambias el ceño y me miras con curiosidad.

¿Quién eres? ¿Por qué caminas a unos metros de mí en la misma dirección que yo? ¿Por qué no te alejas? ¿Y por qué no te acercas y lo arreglamos?

Seguimos separados por ese espacio invisible pero conscientes de ello. Sabemos que deberíamos apartar la mirada o dejar de intentar hablarnos. Pero no lo hacemos. Porque tú y yo a menudo no escuchamos lo que tienen que decirnos.

Yo me intento marchar y tú también, pero al final de ese corto espacio de tiempo en el que intentamos separarnos, volvemos al mismo punto del principio, sólo que algo más cansados.

Después de muchos intentos sin conseguir nada nos damos cuenta de lo que veníamos pensando sin querer queriendo: nos necesitamos. Como las líneas paralelas para no dejar de ser quienes son. Como el día y la noche. Como el escritor al amor. Como Él a las montañas de libros. Como Ella a las montañas de mierda en forma de pensamientos.Como el vozka a la fanta de naranja, vamos. 

En algún lugar leí algo así como:
Te quiero porte te necesito
Te necesito porque te quiero

Pero nosotros nos necesitamos. Nos queramos o no. Porque nuestra condición es la que es gracias a la existencia el otro. Todo en nosotros es reflexivo (lingüísticamente hablando) (si es que se puede hablar de otra manera). Todo es bidireccional.

Mis palabras no saben explicar(te)lo. Yo sí.


Tú sigue ahí. Como yo lo hago. Gira y giraré. Vuela y yo lo haré a la vez, mirándote desde detrás de un muro. Y sólo me verás los ojos muy negros y muy abiertos y la raya del pelo blanca. Y en ese momento en el que me veas los ojos y empiezas a entender, tú también te darás cuenta. De que eres El Día de la Esperanza. Y que yo soy la Noche Triste.

[Sé siempre un poeta, aunque sea en prosa]

martes, 3 de marzo de 2015

Dudas gigantes

Manifiesto de Los Tristes


Los Tristes no quieren dejar de ser tristes. Es hora de que alguien lo diga. Los Tristes son tristes. Beben  como tristes, hacen el amor como tristes y conducen como tristes. Es una forma de vida. Atrás queda el discurso de que las personas están, y no son. Los Tristes siempre son. Son una especie en no-extinción, además.

Los Tristes me han pedido que escriba esto para que todo el mundo sepa que ellos no van a convertirse en felices nunca. Aunque digan que buscan la felicidad, esa precisa búsqueda es la que les mantiene en su estado de tristeza infinita. 

Y os digo más, Los Tristes son necesarios. Nos hacen la vida mejor. Su visión distorsionada (como cualquier otra forma de ver) de la realidad invita a que todo el mundo contemple la vida, y la ame. 



Los Tristes hacen mejor música, escriben mejor, y sacan los sentimientos de la gente. Los Tristes le otorgan a la alegría la belleza que posee.

La poesía debe agradecer a Los Tristes su existencia. Ellos comen des-amor para desayunar, lo digieren y lo devuelven en forma de sorpresa. Y no, no vayáis de alegres ahora. Todos habéis estado cómodamente tristes alguna vez. (¿ Y es que nadie va a pensar en los vendedores de pensamientos positivos?)

Los que no son Tristes se reconocen porque sus tristezas son pasajeras y les sirven para retomar el vuelo a su alegría insípida. Pero Los Tristes no tienen alas. Sólo piernas gigantes y musculadas. 

Los Tristes me han pedido que les dejéis tranquilos. Os piden perdón por molestar vuestros estados constantes de pseudo-felicidad y os invitan a que les deis menos importancia. También podéis tomaros a los tristes un poco menos en serio y más en broma. 

Los Tristes son tristes porque no quieren ser tristes. Si supieran que sólo tienen que aceptarlo... 

Los tristes son odiosos, un poco. Vale. Pero nadie quiere vivir con ellos, ni sin ellos. Y si hacéis un ejercicio de reflexión sabréis por qué. 

Pon un triste en tu vida, y hazle reír.