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lunes, 24 de agosto de 2015

El día (de la esperanza) y la noche (triste)

Tú y yo estamos separados de manera uniforme por un espacio que nos da la libertad de mirarnos cuanto queramos sin tocarnos. Incluso ese espacio nos permite hablarnos sin gritar para oírnos.

Somos como dos rectas paralelas. De repente nos hemos encontrado así, aunque debía hacer tiempo que caminábamos juntos y separados. Como ellas. Ambos tenemos el mismo espacio que recorrer, y seguramente lleguemos a parecidas conclusiones en temas como el amor o el arte. Conclusiones que, por otra parte, nunca podremos compartir.

Tú me miras y yo te devuelvo la mirada. Al principio con el ceño fruncido, en alerta. Y después bajo ese manto de lucidez que a veces y sólo a veces da el alcohol cambias el ceño y me miras con curiosidad.

¿Quién eres? ¿Por qué caminas a unos metros de mí en la misma dirección que yo? ¿Por qué no te alejas? ¿Y por qué no te acercas y lo arreglamos?

Seguimos separados por ese espacio invisible pero conscientes de ello. Sabemos que deberíamos apartar la mirada o dejar de intentar hablarnos. Pero no lo hacemos. Porque tú y yo a menudo no escuchamos lo que tienen que decirnos.

Yo me intento marchar y tú también, pero al final de ese corto espacio de tiempo en el que intentamos separarnos, volvemos al mismo punto del principio, sólo que algo más cansados.

Después de muchos intentos sin conseguir nada nos damos cuenta de lo que veníamos pensando sin querer queriendo: nos necesitamos. Como las líneas paralelas para no dejar de ser quienes son. Como el día y la noche. Como el escritor al amor. Como Él a las montañas de libros. Como Ella a las montañas de mierda en forma de pensamientos.Como el vozka a la fanta de naranja, vamos. 

En algún lugar leí algo así como:
Te quiero porte te necesito
Te necesito porque te quiero

Pero nosotros nos necesitamos. Nos queramos o no. Porque nuestra condición es la que es gracias a la existencia el otro. Todo en nosotros es reflexivo (lingüísticamente hablando) (si es que se puede hablar de otra manera). Todo es bidireccional.

Mis palabras no saben explicar(te)lo. Yo sí.


Tú sigue ahí. Como yo lo hago. Gira y giraré. Vuela y yo lo haré a la vez, mirándote desde detrás de un muro. Y sólo me verás los ojos muy negros y muy abiertos y la raya del pelo blanca. Y en ese momento en el que me veas los ojos y empiezas a entender, tú también te darás cuenta. De que eres El Día de la Esperanza. Y que yo soy la Noche Triste.

[Sé siempre un poeta, aunque sea en prosa]

jueves, 14 de mayo de 2015

Por FAVor, quiero decir: AMOR

Había una vez un hilo púrpura que se había creado hacía mucho, mucho tiempo, e iba uniendo a personas sin que ninguna de ellas se diera cuenta. Era un hilo que se alimentaba del amor que se profesaban algunos humanos, un número limitado, a lo largo del mundo. Y los iba uniendo y entretejiendo una especie de tela de araña a lo largo del globo que era invisible a las personas pero muy visible a los astros que reinaban en la galaxia. Cuanto más crecía el hilo, más longeva era la esperanza de vida del astro del Amor. 

Un día, Amor se había levantado cabizbajo porque su vida se acababa por momentos. Sentía que los huesos le pesaban; que la gravedad, fuerza que nunca había sentido en sus millones de años luz de vida, empezaba a ejercer una especie de  atracción hacia él que le arrastraba hacia el espacio vacío que existía bajo sus pies. Oscuro. Infinito. Cuando un astro caía, no volvía a aparecer por allá.  Nadie sabía lo que había, y desde luego nadie había ido a investigarlo. Era un misterio como cualquier otro de la vida. Como por qué hacer pompas de jabón relaja a las estudiantes, o quién había dicho que las flores se podían juntar en ramos efímeros y cortados.

Pero aquel día no fue un día cualquiera. Cuando Amor se sentó en la silla de su escritorio y apoyó la cabeza en uno de sus brazos para mirar con aparente aburrimiento hacia la Tierra, vio que la luz púrpura parpadeaba. SE quitó las gafas y se fregó los ojos. Volvió a mirar. Efectivamente, la luz volvía a aparecer y desaparecer. Se volvió a poner las lentes y con sumo cuidado amplió su vista hacia la Tierra. Quería no perderse ni un detalle de lo que allí ocurría:

Dolores había llamado a María para decirle que le había enviado un cheque junto a una rosa con el dinero que ésta necesitaba para operarse. María no supo que decir, no podía decir que no. Pero, ¿qué se dice ante algo tan grande? Pensó María. Ambas lloraron, desde la soledad de sus casas. Una por una cosa y la otra por muchas otras. María acabó aceptando el dinero y pensando qué cosas buenas se estarían haciendo por la Tierra en aquel momento. 

El hilo corrió y corrió hasta otro país donde una buena amiga le había regalado a la otra un año entero de Spotify Premium y un estupendo álbum de fotos de las dos. La razón, es que la recibidora del premio le había encontrado trabajo en una pequeña empresa de publicidad a su buena amiga, que había encontrado el equilibrio personal que necesitaba en aquel lugar. 

El hilo siguió corriendo. Marcos estaba sentado en el jardín de su casa mientras escribía muy relajado una carta de amor para Claudia, que se iba de viaje muy lejos y a la que no pensaba volver a ver en mucho tiempo. Encontró a un niño que pasaba por allí y le dijo que a cambio de entregar su carta, le daría el deseo que él quisiese, pues Marcos tenía mucho dinero, aunque pocos amigos. El niño, Pere, había accedido a entregar el pedido pero lo único que le había pedido a Marcos es que le dejara remojarse en su piscina algún día. Hacía mucho calor en la ciudad y una piscina era un lujo que pocos podían darse. Ambos cerraron el trato sonriendo. 

Claudia recibió la carta. Aunque ya estaba en el aeropuerto camino a tierras europeas. Echó algunas lágrimas de amargura. Por supuesto que quería a Marcos. ¿Cómo no se había dado cuenta? Así que cuando llegó a su destino creó una empresa que se dedicaría a permitir a sus usuarios llamarse mediante hologramas y recibir cálidos abrazos y húmedos besos como si la realidad fuera de otro material. Fue una gran iniciativa que unió a muchas personas  y las hizo muy felices. Claudia y Marcos no fueron una excepción. 

Laura, otra de las usuarias del invento de Claudia, hizo un viaje holográfico a Kenia, tras el que decidió, al darse cuenta por fin de la situación, adoptar un niño huérfano. El niño no era tan niño, ya tenía doce años. Le llamó Esteban. Pero junto a su nueva madre pudo tener todas las necesidades cubiertas básicas (y otras no tan básicas).  Esteban creció enamorado de la vida. Tanto, que cuando pasaron los años y María fue a su clínica llorando de la emoción porque le habían dejado el dinero para operarse, decidió no aceptar su dinero, operarla de manera gratuita, y enviar el dinero a un centro de niños que, como él, no habían tenido demasiada suerte en su infancia. María se lo contó a Dolores, y ambas insistieron en invitar a Esteban a cenar. Se hicieron grandes amigos. 

Amor estaba atónito, no podía seguir la velocidad que había adquirido el hilo púrpura en los últimos diez años de su vida en la Tierra y sus tres últimas horas atendiendo al globo terráqueo. De repente, respiraba fuerte y acompasado. Los huesos no le dolían, se sentía ligero. Su vida ya no pendía de un hilo.

martes, 7 de abril de 2015

Passion

Nunca había sido tan consciente de lo importante que es la pasión. La pasión mueve el mundo, nos mueve a nosotros. ¡No el amor! La pasión, que debe ser un estado del amor, una subparte del todo, o qué sé yo, es capaz de hacernos cambiar. De hacernos luchar por lo que queremos. De ser capaces de superarnos. 

¿Y la mezcla de la pasión con la esperanza? Esa especie de situación extraordinaria que lleva a los humanos a ser kamikaces, a intentar alcanzar lo inalcanzable. Es bonito saber que las personas nos auto-engañamos tan fácilmente (y que a veces, aunque sea en contadas ocasiones, lo conseguimos). 


No obstante hay un punto en el que cualquier persona, hasta el típico enamorao-de-la-vida, se pega una buena ostia contra el suelo. Y sin embargo, hasta esa gente que cae de tan alto se levanta del suelo de un salto y vuelve a empezar como si no tuvieran el cuerpo magullado y una neblina de lágrimas amargas ocupara el regazo de sus retinas. 

La pasión mueve montañas. La pasión por el baloncesto movía a la gente que conocí en Chile. La pasión por vivir, por sentir, nos invadía cuando descubríamos paso a paso de qué estábamos hechas en aquel momento de nuestras vidas. La pasión nos hacía beber de nuestros cuerpos cada nuevo momento que sentíamos de libertad e intimidad. La pasión.

Apenas utilizo la palabra, me queda demasiado grande. Es un concepto inmenso, demasiado devastador como para que alguien se dé cuenta de que no posee de eso. 

Pero ahí está, latente en nuestros cerebros, esperando que un buen día algo choque contra nosotros y nos arranque de cuajo todo el letargo que se pega a nuestros huesos y una nueva conexión nerviosa estalle dentro de nuestros fofos y endebles cuerpos y nos haga vibrar. 

¿Vale la pena vivir sin pasión? ¿Vale la pena vivir, de hecho? ¿Acaso tenemos opción de elegir? 

Ya estamos aquí, ahora hay que echarse al ruedo de la vida. Buscar la pasión. Puede estar en lugares en los que jamás se nos ocurriría buscar. Está en los bolsillos del vaquero roto de Xavi. Está en las pecas de Javier. Está en las suelas de las zapatillas de Jose, en la piedra que María le regaló a su padre. En el cerrojo de la puerta de Natalia. En las llantas del coche de Andreu. Entre los manteles que tiene Alex en su casa. 

Donde seguramente no esté es entre mis recuerdos. Entre los diarios antiguos o los dedos que repiquetean en las mesas de las salas de espera. No está en el horizonte. No está enterrada en la arena. Está más cerca, mucho más, de lo que pensamos. 

¿Que por qué lo sé? Alguien me lo ha contado hoy. Es un secreto, pero yo lo he hecho voces.