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jueves, 3 de diciembre de 2015

Los doce de las doce.

A efectos técnicos somos los más madrugadores. Los que pasamos de un día a otro sin, literalmente, darnos cuenta. Durante la noche el reloj va mudando de horas pero nosotros sólo oímos el sonido de las teclas, el rechinar de los muebles, las puertas de las neveras cerrarse, los perros rascar  las puertas y a las personas masturbarse una y otra vez. 

También ronquidos, motos llamando la atención de la noche oscura, las putas de ahí enfrente luchando por sobrevivir de manera real mientras yo sufro de esta otra manera, sentado en la butaca. Pensando en ellas. Desde mi ventana se ve, entre los cientos de naranjos, la columna de humo que hacen sus hogueras. Implorando calor a través de un fuego tenebroso y lúgubre. 

Somos todos una panda de fracasados.

No tenemos ninguna razón por la que madrugar mañana, así que alargamos la noche como si permitiendo al cansancio penetrarnos los huesos y cerrarnos los párpados, nos apaciguara la sensación de que ni siquiera merecemos la cama. Porque, ¿a qué nos dedicamos?

Nadie nunca me ha considerado escritor. ¿Por qué debería pensar que lo soy? Sí, tecleo letras por las noches, hablo de otras vidas y de personas más fuertes que yo. Creo líneas. 

No soy mejor que el loco que baja a su perro triste a partir de la una todos los días. Arrastra sus pies como si nadie le hubiera enseñado a caminar y fuma con aire deprimente mientras el chucho olisquea sin ganas las farolas y el hombre, con su chándal y el chaleco de lana por encima, juega a imaginar qué hubiera sido de él si aquel tren no le hubiera (sólo) rozado. 

No soy mejor que la estudiante que vive en el edificio de enfrente, que lee cada noche en la gran mesa de su comedor con ropa de deporte y el pelo estirado hacia atrás, de manera que parece enfada con ella misma por no concentrarse lo suficiente para hacer su tarea. 

No soy mejor ni más necesario que ellos, no. 

En algún momento pienso en ti, pero muy vagamente.  Apenas visualizo ya tu cara. Y, realmente, tus suaves manos ya no aparecen en mis sueños. En su lugar hay quién sabe qué. Hace ya tiempo que no puedo recordar lo que sueño, y guardé la libreta donde los anotaba a la mañana siguiente. 

Sigo apretando teclas que llevan letras dibujadas. Bebo té, o café, o los viernes vino. Cuanto más borracho estoy más fácil me duermo. Pero nada, no escribo nada. 

Todo lo que tenía que decir, ya lo hice. 

Y ahora sólo me queda el eco, que resuena a partir de las doce, con los ecos de otras personas que se resisten a que sus días acaben o empiecen con los ojos cerrados de descanso.



martes, 24 de noviembre de 2015

Piernas para qué os quiero si tengo alas para volar

Lola recitaba los versos riéndose del mundo mientras yo bebía cerveza para que me calentara el malestar. Le conté que tenía miedo de irme a dormir. 

- Es por las pesadillas, ¿sabes? Me levanto con sudor y temblores.

Ella me dijo que por una noche, podía dormir en su cama. No lo entendí bien, qué gilipollas. No se refería a nada sexual. Sólo me invitaba al calor de su cuerpo contra el mío en una noche de pesadillas y pocos grados. Aceras húmedas, suelos helados.

Quería. pero no sabía como aceptar la oferta. 

- ¿Lo dices en serio?- Asintió.

Sus preciosos ojos negros eran inconfundibles. Mirar esa negrura era intentar navegar en un mar de dudas. Le sonreí y le mandé un gracias mental. Seguro que le llegó. 

Nos acabamos esa cerveza y dos más. Cuando nos mataba el sueño y el nerviosismo tonto se había ido, le abrí la puerta de su habitación y ella entró. Miró la cama y luego me miró a mi. Luchaba por no empalmarme y echarlo todo a perder. 

Me dijo que me acostara yo dentro porque ella se levantaría antes. Así lo hice.

Se cambió la camiseta de espaldas a mí. Tenía una espalda muy fuerte. Era una chica muy fuerte. Se puso la camiseta de entrenar, la más fina que tenía, y se tendió junto a mí. Me dio un beso en la frente. Me dijo que descansara, que en su cama no habían pesadillas. 

Tristemente, me lo creí. Necesitaba todo aquello como si fuera un niño de cuatro años. No me había empalmado. Estaba un poco extraño, pero era por el calor de una mujer a mi lado después de tantos meses sin rozar la piel suave de nadie. 

Lola me preguntó si apagaba la luz. Le dije que claro. Yo me quedé tendido hacia arriba y ella, sin ningún tipo de apuro, me abrazó el pecho y apoyó su cara muy cerca de mi oreja. 

Respiré hondo muy lentamente. Buenas noches. Me dijo. Le contesté que muchas gracias. Solamente suspiró. Acaricié su brazo y al momento yo también confundía la oscuridad de la habitación con la de mis sueños, y parecían los ojos de Lola. 




viernes, 21 de agosto de 2015

Esclat de paraules no dites

Esta noche ha sido extraña.

Todas lo son, desde hace un tiempo a acá. Pero está también.

Arthur Hent 
Me acosté con una sensación extraña en la boca, venía de debajo de la lengua. Era algo así como arrepentimiento, o se le parecía. De haber, o no haber hecho algo. Me lavé los dientes, pero el cepillo no llegaba a los rincones más oscuros, así que no pude vomitar esta maldita sensación como sí lo hice con la pasta y  grumos sobrantes de mi limpieza nocturna. 

Estuve dando vueltas en la cama, apreciando cada uno de los momentos que no había vivido durante el día, pero que de alguna manera había sentido, justo antes de taparme con la sábana rasposa de tanto lavarla para que se vayan las pesadillas. 

Seguía dando vueltas. 

No había oscuridad, así que no era miedo.
Corría el aire lentamente, pero corría, como cansado. Así que tampoco era calor.
Nadie amenazaba a la noche obligándola a nada gritando ahí bajo en la calle. Tampoco era el silencio.

¿Y qué era? 

Pero no, no dormía.

Las piernas me molestaban solo para recordarme que existían y mientras me acordaba de noches pasadas y de almohadas que ahogaban gritos de dolor, y me relajaba; he sentido la punzada. Justo en el centro de la planta del pie. Mierda. 

He buscado algo punzante entre la penumbra para poder rascarme el pie. La pared rugosa no servía, mi pie tiene un puente demasiado prominente. 

He encontrado mi collar de la raspa de pescado. Y con la cola, me he rascado todo el pie hasta que me he cansado de rascar y el placer empezaba a convertirse en algo casi molesto. Ningún placer dura más de dos minutos. 

Antes de empezar a cerrar los ojos me he acordado de algunas cosas. No eran buenas ni malas, solo cosas. Y de tí. Solo tú, nada bueno ni malo.

Sabía que me dormía cuando las rodillas se molestaban la una a la otra y la pared fresquita cerca de la cara me resguardaba de todo tipo de bestias y monstruos nocturnos.

Hasta el sueño. 



Y después el despertar. De tanta luz y de tanto existir (tú) o (yo).





martes, 30 de junio de 2015

El calor congelado

Ya no puedo abrir más la ventana, ni llevar menos ropa. Y el calor sigue ahí, pegajoso y latente en todos los rincones de mi habitación y de mi palpitante cuerpo.

Puedo hacer dos cosas. Puedo hacer más, pero quiero limitarme a poder hacer solamente dos cosas: una es llenar la bañera de agua templada. Nunca fui tan valiente como para los jarros de agua fría, ni pensar con una bañera. Que por cierto me recuerda a la palabra "ballena". Pero eso es otro tema. La segunda cosa que puedo hacer es llamarte. Comenzar una conversación banal sobre el erizo de mar que pisé el otro día y cuyas púas penetraron en mi piel para siempre. Tú me dirás que quizás ahora sea mi turno de convertirme en un erizo de mar. 

Entonces cortaré la conversación y te diré que tengo calor. Que me des un poco de aire fresco, porque es que de verdad. No puedo respirar.

Y tú me dirás que tampoco es para tanto, que no exagere. Que meta un rato la cabeza en el congelador. Y cierre los ojos. Y que imagine que estoy en un iglú enano en el que sólo cabemos tú y yo muy, muy pegados. Y mejor porque hace un frío de esos que sólo tú pegado a mí me puedes hacer olvidar. 

Y estamos así, tan pegados que ya no sabemos si quitarnos la ropa a trozos o toda de una, mirando por la ventana enana de la casita de hielo, con vistas a unos trozos de pollo congelado, a la caja de polos de lima-limón y a la cubitera. 

Después me dirás que antes de que alguien me vea imaginándonos dentro del congelador, saque la cabeza y respire hondo. Que coja un cubito de hielo y lo mire al trasluz mientras se deshace entre mis dedos y el agua va deslizándose por mi mano y mi brazo hasta que llega a mi cintura y ahí, cerca del ombligo, acaba secándose. Que mire el cubito e imagine que es nuestro iglú. Que le de un lametazo y succione el agua fría a ver si sabe a nosotros. Que lo mueva cerca de mi oído a ver si se nos oye hablar. Que lo deslice por mi nuca, y por detrás de mis orejas. Que lo deslice por mi estómago y por debajo del ombligo. Que lo ponga en mi entrepierna y lo deje caer por mis muslos. Y que siga así, jugando con nuestro iglú hasta que el sueño desaparezca y el hielo también. Y seamos agua. ¡Qué calor!