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viernes, 10 de febrero de 2017

La vuelta

Como Ludvik, he llegado a pensar que yo mismo también empecé a renegar de aquella pequeña ciudad/pueblo que me vio nacer y crecer, y en la que pasé parte de mi juventud. 

Bien, realmente no sé cuánta parte de mi juventud pasé, porque no comprendo aún en qué momento me hice adulto. 

Ni siquiera sé si lo soy aún. 
La La Land

Sigo esperando a levantarme un día con la espalda recta, frotarme los ojos, y darme cuenta de que el mundo es distinto. Después pensarlo mejor, y ver que no es el mundo el que está diferente, sino yo mismo. Y entonces, es cuando espero darme cuenta de que me he hecho adulto y que ya sólo queda la nada. 


...

Lo cierto es que llevo sin volver a Cestollan más de tres años. 

Aún recuerdo aquel último mes frenético, en el que apenas podía dormir. Tenía la maleta medio hecha, rodeada de miles de cosas que nunca utilicé y que al final acabé metiendo. Dormí toda aquella última etapa junto a ella, viéndola. Ni un minuto viví el presente, sabiendo que cada vez quedaba menos para la partida. 

Recuerdo cómo mi cuerpo quería quedarse en el coche y no salir cuando llegamos al aeropuerto. Aquellas lágrimas durante horas en el avión, hasta que apagaron las luces y me dormí pesadamente sobre el cristal de la ventana. 

Debería volver a mi ciudad. Por supuesto, hay muchas cosas que me hicieron feliz allá. 

Sin embargo, si pienso en una vuelta definitiva, algo empieza a subirme por la boca del estómago y una opresión se apodera de mi cuerpo. Siento que vuelvo a una especie de tumba, donde la gente se ha conformado con lo que le ha caído y que las mismas caras me mirarán y evitarán por las calles estrechas y aburridas. 

Que todas las historias serán nuevas pero repetidas (una especie de sísifo en la vida vacía y perpetuamente cómoda). 

Pero, por otra parte, me veo paseando por las calles donde sentí mis primeros anhelos, donde caminé mis primeros pasos y leí mis primeros cuentos. 

Entonces siento calor y una urgente necesidad de que me abracen. 

No obstante, al final de este pensamiento mi mente siempre vuelve al mundo que dejé: la vida ansiosa por el futuro y deprimida por el pasado que tenía. Y entonces mis piernas tiemblan y quieren salir corriendo.

Como en su día no quisieron moverse. 



Estesegundoqueestápasandoyanovuelve


martes, 19 de enero de 2016

Que me voy

Si sopesáramos las decisiones sentados en una mesa, juntando las manos bajo la barbilla y mirando al vacío, te aseguro Cigarrita, que no nos lanzaríamos ni a la mitad de aventuras.

Por otra parte, evitaríamos también un gran cúmulo de fracasos a los que a veces estamos destinados en el mismo momento en que los ojos nos brillan, la cabeza dice no y el corazón sí ante las estúpidas e innumerables ideas a las que nos arrastra la vida.

Pero Cigarrita, ¿qué sería de nosotros sin nuestros chichones? Las tiritas cubriendo heridas, el corazón amoratado, el cerebro envuelto en paños de paciencia. 

No me he sentado ni un momento a meditarlo. Es que no puedo. Hay cosas que no se pueden. Simplemente suceden. No sé quién me dijo una vez que no podía dar respuesta (ni siquiera una respuesta ilógica) a todos los acontecimientos. 

Pues bien, ahora lo entiendo. Este es uno de ellos. 

Ha sucedido. Me ha sucedido.

¿Cuánto tiempo? ¿Cómo será el balance? ¿Qué pierdo? ¿Qué ganaré? Imposible saberlo. Y doy gracias.

Las dudas me asaltan. Vienen por detrás, me empujan por un lado y otro. Me esperan en la cama. En el sofá, ¡en la bañera! Lejos quedaron aquellos momentos en los que se dignaban a llamar al timbre y yo podía decidir si les abría mi puerta o no. Ahora se abalanzan. Me están mirando como escribo este texto.

De verdad te lo digo, Cigarrita, que somos más dueños de nuestros destinos de lo que nos creemos. 

Pero eso no quiere decir que podamos impedir o provocar el devenir

lunes, 28 de diciembre de 2015

Que no te engañen. La forma del texto no determina su literatura.



Hemos intentado ponernos de acuerdo.
Pero sólo eso. 
Sólo lo hemos intentado. 

No hemos conseguido darnos las manos en señal de ningún acuerdo. 

Yo voy a seguir por mi camino, que no sé muy bien cuál es, pero sé que está ahí.
Se va formando poco a poco bajo mis pies. 
Tiene varios puentes, callejuelas y caminos de tierra. 
Pero mis botas son bastante resistentes.

Ella, por el contrario, se ha sentado en el sofá y ha negado con la cabeza.
Se ha cruzado de brazos también. 
Ha sido un no rotundo. 

Primero con firmeza, 
luego casi suplicante. 
"Quédate".

¿Cómo me voy a quedar? 
¿En qué condiciones? 
Le he dicho. 

Pero ella no quería argumentar.
Sólo quería una cosa. 

La he mirado a ella. 
Luego a mis botas. 
Con lágrimas en los ojos he agachado la cabeza. 
Me he acercado a ella lentamente y le he besado la frente. 

Después me he ido. 
Queda mucho por hacer. 

Hoy una parte de mí se ha quedado en el sofá. 
La otra se ha ido de casa. 
No sé quién soy.

lunes, 24 de agosto de 2015

El día (de la esperanza) y la noche (triste)

Tú y yo estamos separados de manera uniforme por un espacio que nos da la libertad de mirarnos cuanto queramos sin tocarnos. Incluso ese espacio nos permite hablarnos sin gritar para oírnos.

Somos como dos rectas paralelas. De repente nos hemos encontrado así, aunque debía hacer tiempo que caminábamos juntos y separados. Como ellas. Ambos tenemos el mismo espacio que recorrer, y seguramente lleguemos a parecidas conclusiones en temas como el amor o el arte. Conclusiones que, por otra parte, nunca podremos compartir.

Tú me miras y yo te devuelvo la mirada. Al principio con el ceño fruncido, en alerta. Y después bajo ese manto de lucidez que a veces y sólo a veces da el alcohol cambias el ceño y me miras con curiosidad.

¿Quién eres? ¿Por qué caminas a unos metros de mí en la misma dirección que yo? ¿Por qué no te alejas? ¿Y por qué no te acercas y lo arreglamos?

Seguimos separados por ese espacio invisible pero conscientes de ello. Sabemos que deberíamos apartar la mirada o dejar de intentar hablarnos. Pero no lo hacemos. Porque tú y yo a menudo no escuchamos lo que tienen que decirnos.

Yo me intento marchar y tú también, pero al final de ese corto espacio de tiempo en el que intentamos separarnos, volvemos al mismo punto del principio, sólo que algo más cansados.

Después de muchos intentos sin conseguir nada nos damos cuenta de lo que veníamos pensando sin querer queriendo: nos necesitamos. Como las líneas paralelas para no dejar de ser quienes son. Como el día y la noche. Como el escritor al amor. Como Él a las montañas de libros. Como Ella a las montañas de mierda en forma de pensamientos.Como el vozka a la fanta de naranja, vamos. 

En algún lugar leí algo así como:
Te quiero porte te necesito
Te necesito porque te quiero

Pero nosotros nos necesitamos. Nos queramos o no. Porque nuestra condición es la que es gracias a la existencia el otro. Todo en nosotros es reflexivo (lingüísticamente hablando) (si es que se puede hablar de otra manera). Todo es bidireccional.

Mis palabras no saben explicar(te)lo. Yo sí.


Tú sigue ahí. Como yo lo hago. Gira y giraré. Vuela y yo lo haré a la vez, mirándote desde detrás de un muro. Y sólo me verás los ojos muy negros y muy abiertos y la raya del pelo blanca. Y en ese momento en el que me veas los ojos y empiezas a entender, tú también te darás cuenta. De que eres El Día de la Esperanza. Y que yo soy la Noche Triste.

[Sé siempre un poeta, aunque sea en prosa]

martes, 7 de abril de 2015

Passion

Nunca había sido tan consciente de lo importante que es la pasión. La pasión mueve el mundo, nos mueve a nosotros. ¡No el amor! La pasión, que debe ser un estado del amor, una subparte del todo, o qué sé yo, es capaz de hacernos cambiar. De hacernos luchar por lo que queremos. De ser capaces de superarnos. 

¿Y la mezcla de la pasión con la esperanza? Esa especie de situación extraordinaria que lleva a los humanos a ser kamikaces, a intentar alcanzar lo inalcanzable. Es bonito saber que las personas nos auto-engañamos tan fácilmente (y que a veces, aunque sea en contadas ocasiones, lo conseguimos). 


No obstante hay un punto en el que cualquier persona, hasta el típico enamorao-de-la-vida, se pega una buena ostia contra el suelo. Y sin embargo, hasta esa gente que cae de tan alto se levanta del suelo de un salto y vuelve a empezar como si no tuvieran el cuerpo magullado y una neblina de lágrimas amargas ocupara el regazo de sus retinas. 

La pasión mueve montañas. La pasión por el baloncesto movía a la gente que conocí en Chile. La pasión por vivir, por sentir, nos invadía cuando descubríamos paso a paso de qué estábamos hechas en aquel momento de nuestras vidas. La pasión nos hacía beber de nuestros cuerpos cada nuevo momento que sentíamos de libertad e intimidad. La pasión.

Apenas utilizo la palabra, me queda demasiado grande. Es un concepto inmenso, demasiado devastador como para que alguien se dé cuenta de que no posee de eso. 

Pero ahí está, latente en nuestros cerebros, esperando que un buen día algo choque contra nosotros y nos arranque de cuajo todo el letargo que se pega a nuestros huesos y una nueva conexión nerviosa estalle dentro de nuestros fofos y endebles cuerpos y nos haga vibrar. 

¿Vale la pena vivir sin pasión? ¿Vale la pena vivir, de hecho? ¿Acaso tenemos opción de elegir? 

Ya estamos aquí, ahora hay que echarse al ruedo de la vida. Buscar la pasión. Puede estar en lugares en los que jamás se nos ocurriría buscar. Está en los bolsillos del vaquero roto de Xavi. Está en las pecas de Javier. Está en las suelas de las zapatillas de Jose, en la piedra que María le regaló a su padre. En el cerrojo de la puerta de Natalia. En las llantas del coche de Andreu. Entre los manteles que tiene Alex en su casa. 

Donde seguramente no esté es entre mis recuerdos. Entre los diarios antiguos o los dedos que repiquetean en las mesas de las salas de espera. No está en el horizonte. No está enterrada en la arena. Está más cerca, mucho más, de lo que pensamos. 

¿Que por qué lo sé? Alguien me lo ha contado hoy. Es un secreto, pero yo lo he hecho voces.