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domingo, 18 de octubre de 2015

Te propongo a tí.

Te propongo un juego. 

Soy una jugadora nata, no sé si lo sabías. Es fácil de intuir(me), supongo. Me encanta ganar y con una capa de humildad disfrazada sorprenderme ante mi propia victoria.


El juego que te propongo se trata de darle sentido a nuestra existencia.  ¿Te parece difícil? Ja. Pues nunca has jugado a baloncesto.

Las reglas del juego las pones tú.  Y cuando me mires a los ojos, yo también las conoceré.

De lo que se trata es de volar.

Pero sin precipicios. ¿En las cimas hay precipicios dices? Pronto lo comprobaremos juntos. Eso y tu miedo a las alturas. 

Te hago un carrera hasta el coche. Conduzco yo, que me queda mejor. Después corremos con destino el horizonte. Tenemos que llegar al amanecer a la máxima brevedad, pues puede que mañana no haya otro.

Después de jugar a ver quien ríe más tras una calada de oxígeno competiremos en un duelo a muerte por encontrar al ganador que folle mejor al otro. No hay ganador en esto, dices. Sería un placer descubrir un empate técnico entonces.

Cuando te canses de jugar conmigo puedes coger otro camino. Tarde o temprano nos volveremos a cruzar. No porque estemos destinados. Sino porque yo te volvería a buscar. Con un antifaz. ¡Sorpresa!

Tachar países, beber Oasis, comer escarabajos y luciérnagas y revolcarnos entre las malezas de una niña triste que está en huelga y ahora va a sonreír mientras llama con pillerías la atención de todos.

Ver conciertos en plazas y cogernos de la mano mala, mientras con la otra tú escribes y yo fumo; o al contrario. 

Visitar museos de artes extrañas y construir maneras nuevas para comunicarnos desde paquetes de yogures unidos con cuerdas, o ver al otro en el lado opuesto al visor de un caleidoscopio. 

En esto consiste el juego. El de dar sentido. Darnos sentido mutuamente, compitiendo en ver quién lo hace mejor. 

¿Preparados? ¿Listos?, 


ya.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Caras B

Dicen que cuando más duele es cuando intentas obviarlo. No darle importancia. Cuando, precisamente, pretendes que no duela. Es ahí cuando se hace insistentemente punzante, en el centro del estómago. Y el dolor se irradia hacia todas partes, y cuesta respirar. Cuesta hasta coger aire, como si dentro no cupiera. 

También dicen que las personas de deslizan por la vida buscando otras personas. Sea como sea, yo soy quien soy por culpa de, gracias a, o pesar de muchas personas que se han deslizado por mi vida. Han llegado de maneras bien diferentes. Algunos se sentaban sólo a mi lado. Otros me pedían a gritos ahogados que les incluyera en mis pasos. Y otros, sencillamente, acudieron a mi llamada de desesperación por entender el tema este de vivir.

Soy un puto abeto de Navidad. Tengo diferentes adornos y bolas que han ido colgando. Me regalaron algunos, y otros me los tiraron y se me quedaron enganchados ahí. Imposible sacarlos de mí. Como mucho sacarles brillo, y que se me vean bien. 

Y entonces, llegaste tú hasta este árbol raro de mezclas extrañas y luz etérea, diferente al resto. Y lo miraste así, con cara de sorpresa y pocas ganas. Te cruzaste de brazos y ahí estuviste mirando como pasaba el tiempo. Como me pesaba el tiempo. Y un día de esos que te hubiera olido hasta a dos calles de distancia, viniste por detrás y me pusiste el planeta en la punta. No era una estrella, como suele ser normal. Era un planeta. Y estaba en mi cabeza. Se había acabado la operación de adornarme y tú la habías cerrado. Me abrazaste. 

Luego vinieron todas esas cosas que quieres pero no quieres que pasen. Porque da miedo, da pena y da muchísimo vértigo. Que es la vida, en definitiva. 

Y ahora me ocurre justamente eso. Que me dueles. Y me dueles cada día más, porque intento hacer como si no me ocurrieras. Pero a quién pretendo engañar. Si el aire no me cabe.

viernes, 28 de agosto de 2015

Control equis

Nos han enseñado cómo vestir. Cómo pintarnos. Nos han enseñado cómo hablar, cómo escuchar. Nos han enseñado a estar callados, y a estallar. Nos han enseñado a mirar, a tocar. Nos han enseñado a correr, a caminar lento y rápido. Nos han enseñado a aparentar lo que no sabemos, aún sin saber quiénes somos. Nos han enseñado a querer, a rezar, a creer, a comer, a leer y a pintar. Nos han enseñado a decir no, y a decir sí. A decir sí cuando no queremos y a decir no cuando sí queremos. 

Nos han enseñado a hacer música, y a cómo escucharla. A cómo tratarnos, a cómo estar con los demás. Nos han enseñado lo que es el mar. Nos han enseñado a ser corderos y a ser ovejas. También nos han enseñado a ser leones. Nos han enseñado a ser niños, a ser niñas y a ser mujeres. A ser adultos. Nos han enseñado a utilizar los libros, a llevar caretas. Nos han enseñado la Tierra, nos han traído el pan. Nos han traído el agua, y nos han enseñado a beberla. 

Nos han enseñado a todo, pero no sabemos nada.                           Es fácil de decir, pero no de imaginar.



Me gustaría desaprender todo lo que sé y volver a empezar. Tropezarme con el mar, inventar palabras y ser niña. Poner caretas a los libros y pintar leones que abrazan a corderos. Decir sí para negar y no para asentir. Comer agua y beber escarcha. Rezar a las piedras y nadar en el cielo. 

jueves, 20 de agosto de 2015

¿Cómo se llaman las personas que comen a otras personas?

No sé, no sé, ¡no! ¡sé! 

Yo siempre le hacía muchas preguntas, pero él nunca sabía la respuesta. No era como Amanda, que siempre encontraba una respuesta genial y científicamente indemostrable para explicarme cada una de las extrañas cuestiones que yo le hacía con cara de niña y ojos abiertos como platos. 

Él no sabía nada. No quería saber nada. Sólo me decía que las respuestas estaban delante de mi cara, y que si me las decían, nunca las encontraría por mi misma. Pero Amanda... ella no era así. Nunca me dijo eso. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté por qué los troncos de los árboles del jardín de su casa tenían agujeros, me respondió rápida y concienzudamente que era para que pusiera la oreja en uno de ellos y escuchara como ella, desde otro, me contaba secretos. 

Nunca lo hicimos, lo del árbol. Pero qué más da. Yo sólo quería una respuesta para poder seguir caminando.
Vicky, Cristina, Barcelona.

Y ahora Amanda no estaba. Estaba Él, y con su excéntrica y dolorosa forma de no-enseñarme. De no contestar mis preguntas, de mirarme con un cara que yo nunca sabría descifrar.  

Al final dejé de lado un poco aquella manera que yo tenía de seguir avanzando por la vida. Y aunque me estanqué durante un tiempo medio ahogada por mil tormentos que no tenían solución ni respuestas posibles, conseguí salir de allí no sin antes tragarme algunas de aquellas cuestiones que se quedaron para siempre en el espacio mental que uno deja para las cosas que deberá solucionar más adelante. Estaba mi existencia, y la suya, entre otras muchas más. 

Pero un día, mientras yo conducía y él miraba por su ventana ensimismado en sus pensamientos que nunca, nunca compartió conmigo, le pregunté: 

- Ce, ¿tú cuánto quieres vivir? 

Y él dejó de mirar por la ventana y se giró para mirarme a mí mientras yo seguía conduciendo sin apartar la cara de la carretera. Me giré, para acompañar por unos segundos sus ganas, y le sonreí. Luego seguí mirando a la carretera. 

- Yo quiero vivir tanto como pueda. Tanto como quiera El-de-allá-arriba. Tanto como tú me quieras a mí. Tanto como lo que duren tus preguntas sin respuesta que me hacen comprender el mundo. 

Y yo seguí conduciendo y él siguió mirando la misma carretera y nunca más me cuestioné las ganas que tenía de que yo le preguntara sobre la vida. Y así, seguimos avanzando hacia aquella línea roja que ambos veíamos ahí delante, no tan lejos, que marcaba el fin de todas las preguntas y el inicio de todas las respuestas.




martes, 7 de abril de 2015

Passion

Nunca había sido tan consciente de lo importante que es la pasión. La pasión mueve el mundo, nos mueve a nosotros. ¡No el amor! La pasión, que debe ser un estado del amor, una subparte del todo, o qué sé yo, es capaz de hacernos cambiar. De hacernos luchar por lo que queremos. De ser capaces de superarnos. 

¿Y la mezcla de la pasión con la esperanza? Esa especie de situación extraordinaria que lleva a los humanos a ser kamikaces, a intentar alcanzar lo inalcanzable. Es bonito saber que las personas nos auto-engañamos tan fácilmente (y que a veces, aunque sea en contadas ocasiones, lo conseguimos). 


No obstante hay un punto en el que cualquier persona, hasta el típico enamorao-de-la-vida, se pega una buena ostia contra el suelo. Y sin embargo, hasta esa gente que cae de tan alto se levanta del suelo de un salto y vuelve a empezar como si no tuvieran el cuerpo magullado y una neblina de lágrimas amargas ocupara el regazo de sus retinas. 

La pasión mueve montañas. La pasión por el baloncesto movía a la gente que conocí en Chile. La pasión por vivir, por sentir, nos invadía cuando descubríamos paso a paso de qué estábamos hechas en aquel momento de nuestras vidas. La pasión nos hacía beber de nuestros cuerpos cada nuevo momento que sentíamos de libertad e intimidad. La pasión.

Apenas utilizo la palabra, me queda demasiado grande. Es un concepto inmenso, demasiado devastador como para que alguien se dé cuenta de que no posee de eso. 

Pero ahí está, latente en nuestros cerebros, esperando que un buen día algo choque contra nosotros y nos arranque de cuajo todo el letargo que se pega a nuestros huesos y una nueva conexión nerviosa estalle dentro de nuestros fofos y endebles cuerpos y nos haga vibrar. 

¿Vale la pena vivir sin pasión? ¿Vale la pena vivir, de hecho? ¿Acaso tenemos opción de elegir? 

Ya estamos aquí, ahora hay que echarse al ruedo de la vida. Buscar la pasión. Puede estar en lugares en los que jamás se nos ocurriría buscar. Está en los bolsillos del vaquero roto de Xavi. Está en las pecas de Javier. Está en las suelas de las zapatillas de Jose, en la piedra que María le regaló a su padre. En el cerrojo de la puerta de Natalia. En las llantas del coche de Andreu. Entre los manteles que tiene Alex en su casa. 

Donde seguramente no esté es entre mis recuerdos. Entre los diarios antiguos o los dedos que repiquetean en las mesas de las salas de espera. No está en el horizonte. No está enterrada en la arena. Está más cerca, mucho más, de lo que pensamos. 

¿Que por qué lo sé? Alguien me lo ha contado hoy. Es un secreto, pero yo lo he hecho voces.