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martes, 11 de octubre de 2016

II

-Yo no conozco tu pasado. Tú no conoces el mío. Si yo te lo contara, y tú me hablaras del tuyo, inmediatamente pasaríamos a otro plano en el que sabemos quién es el otro, y por esa sencilla aunque indispensable razón, nos respetaremos.-


Me senté delante de él y me quedé mirándole. Me gustaba mirarle a los ojos porque no me daban miedo. Casi al contrario, una imperceptible sensación de paz me permitía aguantarle la mirada sin apenas trabajo.

Me acordé de aquella entrevista a Cortázar en una televisión argentina en la que apenas habla ni levanta la vista. Mueve las manos sin saber donde ponerlas y mantiene una media sonrisa durante todo el diálogo. Estaba nervioso. Fue la primera vez que le vi en persona. Pensé, cómo un genio tan grande puede verse tan mundano y errático ante una pantalla de televisión.

Estaba dispuesta a escuchar todo lo que tenía que decirme. Pero él no habló. Se quedó sentado igual que yo, aparentemente sonriendo. y su boca no se abrió. Intenté leerle la mente. Algunas veces me funciona. Pero en aquella ocasión no obtuve resultados. 

Le extendí mi mano en señal de amor y fraternidad. Él la tomó y siguió mirándome sin hablar. Después bajó la mirada y se acercó a mi mano que tomaba con suavidad. Me dio un tímido beso que apenas me rozó la piel y, sin dejar mi mano, se giró a mirar todo nuestro alrededor. 

Había una hermosa playa, olía a salitre y la brisa picaba la cara por la sal y la humedad. Las gaviotas y algunos otros pájaros que yo ya había visto en Inglaterra surcaban el cielo bajo y engañaban nuestros ojos inexpertos haciéndonos creer que el horizonte estaba más cerca. 

Nuestras cervezas nos esperaban rebosando espuma hasta los bordes. Ninguno tocó la suya. Estaba esperando que algo ocurriera, y me tenía impaciente aquella situación que nunca se acababa. Pero él no mostró sensación alguna de tener nada que decir. 

Me quedé sin querer abobada viendo como las gaviotas empezaban a bajar el vuelo a medida que los bañistas se iban y dejaban la tierra húmeda y en algún caso trozos de comida y basura. Algunas incluso habían bajado y bañaban sus patas en las últimas olas mientras picoteaban aquellas migas de vida. 

Estaba pensando en qué vida tendrían las gaviotas y las aves del mar y no noté que él se había levantado de su silla. Estuvo de pie algún momento buscando la barra donde se pagaba. Cuando me giré ya estaba allá sacando un billete, y sin volver la vista atrás se fue. 

Me quedé mirando mi cerveza. Seguía fría pero la espuma estaba empezando a deshacerse. 

- Amiga, cerramos en diez minutos.

El camarero lanzó aquella frase sin acercarse a la mesa y yo seguí mirando mi cerveza y las pequeñas burbujas que aún sobrevivían al momento. Me levanté y bajé a la playa. Me tumbé a mirar el cielo y la caída del sol mientras las gaviotas comenzaron a verme como una sombre inofensiva y comenzaron a picotear a pocos metros de mí. 

sábado, 23 de julio de 2016

El machismo mata. Ellas van a empezar a matar.

Éramos las mejores.
Éramos las peores.

Tomábamos los datos de internet, la Lola pinchaba la fuente y extraía las bases de datos sin que nadie se fijara nunca en ello.

Escogíamos a las (próximamente-víctimas) que más denuncias tenían. Aquella noche le tocaba a una escoria humana que tenía orden de alejamiento y la había incumplido hacía menos de una semana para ir a insultar y menospreciar a su ex-mujer.

La pareja tenía cuatro hijos, que vivían con ambos pero esa vez le tocaban a ella.

No fue nada difícil, de hecho es demasiado fácil.

Fuimos con mi coche. Nos quedamos revisando la casa desde las 22 de la noche. Mientras una vigilaba el rellano, las demás subíamos al departamento.

Siempre intentábamos que estuvieran dormidos.

Entrábamos sin forzar la cerradura. Eso era lo más difícil y lo que más tiempo nos había llevado lograr pasar desapercibidas.

Mientras una de nosotras se quedaba en la puerta de la habitación vigilando que durmiera, las demás derramábamos toda la sangre de nuestras entrañas por la casa.

Lo teníamos milimetrado. Sabíamos donde íbamos a ponerla: cocina, armarios, sofá, tele, puertas.

Llevábamos siempre armas, pero en esas situaciones nunca las utilizábamos.

Les dejábamos el mensaje en la puerta principal de la casa. Imposible no verla antes de salir.

El scratch no nos gustaba demasiado, no era efectivo. Pero los acojonados se cagaban y algunos hasta desaparecían.

La segunda parte era más intensa. Dependía de como se levantara La Loca.

Podía ser una violación, con mazos y porras de policías, o podía ser una tortura de cualquier tipo, pero normalmente no eran físicas.

A la tercera no había aviso.


"Si la tocas, serás una escoria menos en este mundo"


Algunas pasaban dos años en la cárcel, tres, algunas cinco. Nadie se arrepentía.
Nadie se arrepentía.
Nadie se arrepentía.