APARTADOS

Mostrando entradas con la etiqueta orgullo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta orgullo. Mostrar todas las entradas

martes, 15 de septiembre de 2015

Las horas que perdemos y no deberían contar

Viniste hacia mí y me dijiste que el agua estaba buena, bueno. "¡Buenísima! ¡Casi tanto como tú!". Intentaste sacarme una sonrisa con la gracieta típica, pero todo lo que obtuviste fue una mirada de desprecio absoluto y un olor a sarcasmo brutal. Aunque no llegué a abrir la boca. Tú te imaginaste lo que hubiera dicho y yo di por hecho que tú ibas a imaginarlo. 

Te sentaste a mi lado con resignación y abriste el libro. Leíste apenas dos minutos, y lo dejaste de nuevo en la arena. Y sentado como estabas de cara al mar, a mi lado, me miraste y apoyaste la mano en mi muslo. Yo hice como si no sintiera tu mano reposar en mi pierna. No te atreviste ni a acariciar. 

Yo me levanté sin avisarte, a ti ni a nadie. Me dirigí al mar y me metí hasta que la nariz me tocaba la superficie del agua. Empecé a flotar, haciendo el muerto. Sintiendo el agua entrando y saliendo de mis oídos. Mirándome a duras penas los dedos de los pies, con las uñas de rosa. Y sacaba pecho para no hundirme. Para que no me hundieras. 

Tú decidiste acertadamente dejarme sola todo el rato dentro del agua. Cuando salí, te quedaste mirando como iba llegando hacia las toallas. Me hiciste una media sonrisa a mi llegada, pero yo ni te miré (te miré, pero no te miré, por eso sé lo de la sonrisa). Y me tumbé boca abajo. Con la cara mirando hacia el otro lado. El que no era el tuyo. Y me solté la cuerda del bikini para que el sol me secara y lamiera con su lengua negra. 

El mundo no está hecho para los orgullosos. 

Nos quedamos así hasta que caí profundamente dormida, y volví a despertar una hora más tarde. Tú leías y fumabas ensimismado. Cuando me até el bikini y me levanté con cara de no saber, me miraste sin poner ninguna cara. Me dijiste que nos íbamos. Yo asentí y nos vestimos lentamente. 

Quitamos la arena de las toallas, cada uno de la suya, haciéndola bailar al viento. Nos pusimos las toallas al cuello. Y caminamos uno detrás de otro, en procesión, hacia el paseo de maderitas y las duchas de pies. 

Cuando llegamos al coche tú me dijiste que preferías irte a pie. Abrí la boca para recriminarte, para alegar algo. Pero no tenía derecho a decir nada. Volví a asentir y entré en el coche sin despedirme ni decirte nada. 

Tú bajaste la cabeza y, arrastrando las chanclas, te largaste en dirección contraria a la que yo me iba alejando con la música alta y en segunda, todo el rato, como si me quisiera ir lenta y mecánicamente para que te fuera más fácil mirarme. Aunque no lo hiciste. 

Se nos había pasado el cabreo, hacía rato. Pero yo me dejaba llevar por la sensación esa que se abalanza sobre uno y le hace estar alerta. A la defensiva por si una nueva oleada de ataques palabrísticos se dirigía hacia mi. 

Y tú, como siempre, no estabas enfadado. En realidad, ni siquiera estabas. Estaba tu cuerpo, pero tu mente estaba en otro lugar, en el mismo, seguramente, al que yo había enviado la paciencia y las cosquillas. 

Y de aquella tarde recuerdo únicamente dos cosas. La sensación de morirse de soledad en el mar, y la de alejarse en un coche que no se quiere ir, pero lo hace porque espera que alguien lo frene y no lo hace. Y cuando llegué a casa pinté la palabra Orgullo en la palma de mi mano y la miré un rato largo.