Puedo hacer dos cosas. Puedo hacer más, pero quiero limitarme a poder hacer solamente dos cosas: una es llenar la bañera de agua templada. Nunca fui tan valiente como para los jarros de agua fría, ni pensar con una bañera. Que por cierto me recuerda a la palabra "ballena". Pero eso es otro tema. La segunda cosa que puedo hacer es llamarte. Comenzar una conversación banal sobre el erizo de mar que pisé el otro día y cuyas púas penetraron en mi piel para siempre. Tú me dirás que quizás ahora sea mi turno de convertirme en un erizo de mar.
Entonces cortaré la conversación y te diré que tengo calor. Que me des un poco de aire fresco, porque es que de verdad. No puedo respirar.
Y tú me dirás que tampoco es para tanto, que no exagere. Que meta un rato la cabeza en el congelador. Y cierre los ojos. Y que imagine que estoy en un iglú enano en el que sólo cabemos tú y yo muy, muy pegados. Y mejor porque hace un frío de esos que sólo tú pegado a mí me puedes hacer olvidar.
Y estamos así, tan pegados que ya no sabemos si quitarnos la ropa a trozos o toda de una, mirando por la ventana enana de la casita de hielo, con vistas a unos trozos de pollo congelado, a la caja de polos de lima-limón y a la cubitera.
Después me dirás que antes de que alguien me vea imaginándonos dentro del congelador, saque la cabeza y respire hondo. Que coja un cubito de hielo y lo mire al trasluz mientras se deshace entre mis dedos y el agua va deslizándose por mi mano y mi brazo hasta que llega a mi cintura y ahí, cerca del ombligo, acaba secándose. Que mire el cubito e imagine que es nuestro iglú. Que le de un lametazo y succione el agua fría a ver si sabe a nosotros. Que lo mueva cerca de mi oído a ver si se nos oye hablar. Que lo deslice por mi nuca, y por detrás de mis orejas. Que lo deslice por mi estómago y por debajo del ombligo. Que lo ponga en mi entrepierna y lo deje caer por mis muslos. Y que siga así, jugando con nuestro iglú hasta que el sueño desaparezca y el hielo también. Y seamos agua. ¡Qué calor!