yo encuentro a Horacio.
En cada puta esquina de mis pensamientos aparece él. Con su chaqueta y su barba de tres o siete días, con la cabeza ligeramente agachada. Va fumando un cigarro de liar, y a menudo todo lo que piensa mientras le espío desde la mente, cobra sentido y le quiero abrazar, de pena.
Y llorar con él porque la vida se ha acabado, o se va a acabar, o qué se yo. Y después reír de la ironía que supone vernos, una vez más, mente con mente, ojos con ojos, de cara al mismo peligro que siempre nos ha dado la única oportunidad que nosotros no quisimos darnos.
Y suena Duke Ellington, como en el libro. Pero no nos damos cuenta, porque nosotros solo vestimos el momento de música cuando lo recordamos. Y sin mediar muchas palabras, me levanto de la silla de mirarle y le hago salir de mi cabeza. De una manera tan sutil que ni siquiera él mismo se da cuenta de que ya le he vuelto a apartar de mi mente. Porque lo deja todo pasado a humo y jazz triste.
Después leo un poco a Baudelaire para conciliar el sueño, pero lo único que acabo conciliando son palabras y sensaciones. Una trompeta me indica la hora de dormir, pero me niego a aceptar que el día ya ha acabado y las palabras siguen apareciendo en este papel como si alguien las hubiera invitado a la fiesta.
Horacio desaparece partiendo la línea del horizonte en dos mitades. La de la vida real, en la que debería estar viviendo, y la fragmentada, que sólo existe en su mente y la mía. El sueño es igual de doloroso en ambas.
Pero la vida, Ai, la vida.