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lunes, 13 de julio de 2015

el té



El otro día hablábamos de unas cosas... ¿sabías que el universo se expande? ¿y que la muerte de la vida existente en  nuestra galaxia (al menos la que tú y yo conocemos) se dará porque llegará el día en que todo estará demasiado alejado entre sí en el universo y el calor del Sol no llegará a la Tierra? 

Los astros están enfadados. Quieren hacer su camino. Han visto que el universo es infinito, que no tienen por qué permanecer en el sitio, que pueden alejarse, recorrer años luz de desconocidas galaxias unidas por agujeros negros que se encuentran en las pecas de los pelirrojos y han decidido hacer la suya. 

Estuvimos hablando sobre la muerte fría durante un largo rato. Y de repente, me entraron ganas de acostarme, de cerrar los ojos e imaginar que flotaba como un ente más en alguna clase de armonía en el espacio ese que no tiene fin, ni principio. 

Aunque podría empezar en ti, por empezar. 

Al final me recosté sobre un puñado de cojines intentando estar tan callada como para poder sentir cada una de las pequeñas, cortas e irrisorias corrientes de aire que entraban por la ventana y me rozaban la nariz como si me la acariciara uno de tus finos dedos.

Pero no eran tus dedos.

Cerré los ojos para evitar que mi estado mental se distorsionara por el campo de visión del techo y de algunos de ellos hablándome como si aún les escuchara. Ya no estaba ahí. Estaba flotando en algún lugar del universo que no se podría localizar, pues de sobra se sabe que los lugares infinitos no tienen mapas que los recojan.

Y así, tumbada sobre aquel hueco de la habitación llegó el inicio de mi muerte fría.