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martes, 18 de julio de 2017

Abrí la puerta de la nevera y saqué la lechuga. 

Me gustaba cortarla sobre la tabla de madera, con el cuchillo más afilado, desmesurado para la débil piel verde y arrugada de la lechuga. 

Arranqué algunas hojas, me deleita ese ruido que hacen cuando se las arranca de cuajo de su tronco, de lo único que las une y las mantiene como un todo.

Mientras las agarraba con una mano, con la otra cogí el cuchillo y comencé a cortarlas en tiras muy finas, asegurándome de que ninguna quedara pendiendo, que todas estuvieran bien separadas y definidas, convertidas ahora en retazos finos y alargados. 

En aquel momento la mente, infiel compañera, se alejó de aquella escena. Pero no tan lejos. Llegó un bello recuerdo, jamás antes sacado de mi memoria. Y sin embargo ahí estaba. Flotando, límpido y claro como si hubiera ocurrido hace unos días. 

Yo llegaba a casa, a través del serpenteante pasillo largo y misterioso hasta que llegaba a la fantástica cocina donde todo se me permitía: comer huevo crudo, repetir de flan, comer pechugas rebozadas sin que fuera la hora de comer, meter las tabletas de chocolate escondidas en el horno dentro de la barra de pan y fingir que eran un inocente bocadillo. 

En aquella cocina sus manos eran magia. ¡Eran arte!, el medio a través del cual llegábamos al goce culinario que nunca jamás volveríamos a experimentar. El placer perverso de llenar el estómago de ideas y comidas desmesuradas. 

Recordé como ponía el balde en la pila, bajo el grifo. Era un balde para la ropa pero ella lo gastaba solamente para la lechuga. Menuda como era, cogía la lechuga como si fuera un crío, y le arrancaba las hojas, una a una. A veces me perdía ese proceso y cuando llegaba las hojas ya flotaban en el cubo lleno de agua. Unas junto a otras, haciendo el muerto en aquel extraño lugar a la luz de cocina y bajo la sombra de ella, que se quedaba absorta mirándolas mientras a mi me pasaba lo mismo con su rostro. 

Luego, sin avisar, sumergía sus pequeños brazos que entraban casi al completo en el cubo y rescataba a las hojas del hundimiento (aunque solamente las más pequeñas sucumbían al agua) y las dejaba en una gran fuente, aún húmedas. 

Tras esto, cogía el vinagre, con aquel olor penetrante y perturbador, y regaba las hojas con desmesura hasta que volvían a estar bien húmedas. 

... 

Me despertó de mi trance el dolor. Me había cortado parte de la yema del dedo índice y la sangre recorría el chuchillo y cubría los últimos cortes de lechuga. 

Corrí a ponerlo bajo el grifo. 

Nunca más volví a cortar la lechuga de la ensalada.

martes, 6 de diciembre de 2016

Este título era demasiado fácil

Yo no he dejado de acordarme ni un sólo día.
Ni una  sola noche.

Mi melancolía me engaña. Me envía recuerdos imborrables. Brillantes. De sonrisas y abrazos, de olas y memorias en común.

Mi razón habla y habla. Nadie le hace caso.

No hay manera de olvidar. No hay manera de asumir.
Es este maldito estado de urgencia en respirar y ver el recuerdo de la exhalación.

Pero sin haber vivido la inhalación terriblemente larga del suspiro.

¿Y a ti qué demonios te pasa? ¿Por qué no te da pena? ¿Por qué no me ves? ¿Por qué?

Como pudimos compartir algo en común, si ni siquiera en lo más esencial nos une nada. Apenas un hilo de pescar, que se  enreda. Y mata.

Muertos, estamos muertos.

Y yo no puedo enterrar el olvido. Y sobrevivo con la melancolía de los días.

Mientras tú creas recuerdos con otra. A quién tampoco harás saber lo poco que la echarás de menos.

.

Salud, hermanos. Por la gente que se necesita. Sin saberlo.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

t r e n e s

Me desperté sudando.

Recordaba el sueño escena a escena.
Como quien recuerda la primera vez que no le correspondieron un "te quiero".


Un tren viajaba paralelo a la carretera, en dirección al Oeste.
Yo corría a su lado. Pero lejos.

Por el camino iba dejando caras,
estúpidas que se han cruzado en mi camino,
relamidos que ni siquiera importan.

Ropa,
recuerdos,
todo.

Todo se iba quedando atrás,
lo iba sacando de mí.

Me quité la ropa.
Y me quedé en bragas.

Sentía las piernas fuertes,
no me cansaba.

Pero el tren aceleraba,
y aceleraba.

Yo lo intentaba pero era imposible.
Cada vez me dejaba más atrás.

Yo acababa de dejar un recuerdo,
cuando me dijeron que escribía ritmo.

Pero ni aún así viajaba lo suficiente ligera.


Hasta que empecé a correr detrás del tren.
No a su lado.

Intentaba no parar, a pesar de todo.
Pero ¿qué sentido tenía?

Ni Galeano consiguió convencerme.

Miraba atrás y me daba miedo
recoger lo que ya no me pertenecía.

Miraba adelante y lloraba
al pensar que nunca lo lograría.

Y desperté.
Las manos sudando,
como esperando un te quiero que nunca llegará.

La Isla Bonita (2015)

miércoles, 26 de agosto de 2015

Y de banda sonora, Seda y Hierro.

Abre los ojos, lentamente. ¿Es posible abrir los ojos lentamente? Así es, y ella lo hace cada día. No pronuncia palabra hasta que no se toma el primer café del día. No sabe, no puede. Le faltan las fuerzas hasta para bajarse los pantalones del pijama en el baño.

Chanclas, bragas y un vestido de algodón, las gafas. Nada de peines, está fea. Da igual, no puede hablar. Hace sueño.

Baja a tomarse un café y un croissant:

- Buenos días, ¿lo de siempre?- le pregunta la panadera simpática que lleva horas levantada y atendiendo a cafés con legañas y a personas humeantes.

 Ella asiente. Y se sienta. Desbloquea la pantalla del móvil y ya baja la mirada que no volverá a subir ni para ponerse el sobre de azucar dentro de la taza. Ni para mirar el cuerno del croissant que de tanto mojarlo se deshace y se tira de bomba al café que salpica el platillo, la mesa, el vestido.

Entra en el correo. Hay mensajes. Odia los mensajes sin remitente real, pero los abre igual porque no puede tener mensajes sin leer, o al menos sin abrir, en su bandeja. Es una de esas manías incontrolables como la de tener todos los botes cerrados con sus respectivas tapas en el baño. 

Infojobs. Hoy tampoco hay trabajo para tí. H&M gracias por apuntarte a nuestra bolsa de trabajo que nunca consultamos. Nos complace decirte que perdiste tu tiempo. (Ve a buscar un trabajo a tu altura, te estamos haciendo un favor, idiota). Facebook dice que alguien entró con su cuenta en un ordenador Mac ayer a las 15:31. Era ella misma. Facebook la vigila. Le da lo mismo, mensajes borrados. Un remitente que no existe le insta a que mire lo que gente que le da muy igual (como toda en general) ha tuiteado. Para qué entrar, si quiero leer chorradas aquí al lado tengo el periódico que no gasta megas. 

Oh no. Oh no. Oh no. 
Mensaje recibido de Cristina. Anoche a las 5am. Mierda, piensa. Por primera vez levanta la cabeza y mira a través del ventanal de la cafetería. La calle, la gente. Todos siguen sus vidas, sólo la de ella se ha detenido unos segundos. Tiempo necesario para coger aire antes de abrir los e-mails de Cristina. Cada vez que recibe uno, ella siente un balazo en alguna de esas partes del cuerpo que no son peligrosas para recibir un bala. Como los brazos, o las piernas. Tiene las extremidades agujeradas. 

¿Lo abre? ¿Lo borra? Puede borrarlo, pero dentro de tres horas estará metiendo la nariz en la papelera donde van todos los e-mails que dan miedo o asco. Y lo abrirá y lo leerá. Y entonces verá lo que Cristina tiene que decirle:

Que ya sabe que nunca le contestará, que lo siente, una vez más. Que fue egoísta y terca. Que no tendría que haberse ido sin avisar. Que lo siente y lo siente pero de verdad. Que la perdone, que el tiempo está de su parte. Que como estás, que ella está bien. Más o menos. Que quiere venir a verte, que necesita abrazarte. Que ya sabe que tú no querrás ni contestarás pero que ella te lo tiene que decir porque sino no puede vivir tranquila. Que sí, que al final es egoísmo. Que si has encontrado trabajo o algo que te motive en la vida. Que qué tal en la asociación, que si vais tirando. Que te quiere. Que ella se va a mudar a una casa más pequeña. Que ha estado con otros chicos y chicas pero que a quien está esperando es a ti. Que la perdones y que vayas. Que ya sabe que es tarde, pero no pierde la esperanza. Que echa de menos cuando desayunabais marihuana y café y luego abusabais de la bolsa de croissants de chocolate.

Levanta la vista. No quiere llorar, no quiere creer nada de lo que dice en la pantalla. Se deja el café a medias, y se levanta. Paga justo en la barra y regalando sus primeras palabras del día, "Hasta mañana", se despide. 

Sale a la calle y empieza a caminar muy rápido. Se va a tirar recuerdos al río. Después pasará por la frutería y comprará un kilo de manzanas. Espera no olvidarse. 

Buenos días.