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domingo, 6 de septiembre de 2015

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- Te comportas como una niña

Cualquiera que me diga que me comporto como una niña solo estará reafirmando la evidencia más transparente y real que jamás podrá haber: soy una niña. 

Por lo general me da miedo encender la luz del pasillo porque he de recorrer la mitad de éste en la penumbra para llegar al interruptor. Lo sé, tiene poco sentido. Pero es así. A veces no vale la pena preguntarse por qué. La cuestión es que me da miedo la oscuridad. Pienso en monstruos o en personas que esperan en la penumbra para cogerme de un brazo y, con fuerza, arrastrarme a esa profunda oscuridad que no acaba ni al otro lado de la puerta de entrada. Qué miedo tan terrible paso. 

Me enfado cuando no gano. Pero mucho. A veces hasta me coge una rabieta en medio de la calle y pataleo y chillo y me estiro la falda como si eso fuera a solucionar alguna cosa. 

Me gusta comer piruletas y chupar caramelos tanto antes como después de comer. Y cuando nadie me ve, me asomo al balcón de puntillas y muevo la lengua con la boca cerrada hasta que tengo la suficiente saliva como para prepararla entre mis labios y dejarla caer suavemente desde mi tercer piso. Veo el hilo de babas y después lo sigo con la mirada hasta que cae. Si alguna vez le cae a alguien, me agacho corriendo, y riéndome, apoyo la espalda en la barandilla y miro los ladrillos del balcón escondiendo mi cara. 

También me pongo música y bailo cuando estoy sola. A veces me pongo una bonita falda con vuelo. Otras lo hago desnuda. Después me doy baños y juego con un par de patitos de goma que hago nadar entre la espuma, mi pelo, mis labios cerrados y luego chocar contra mis rodillas de rocas.

Cuando es Navidad voy cada tarde a una juguetería en el centro para ver las casas de muñecas e imaginar las vidas de sus protagonistas. Y paso horas así, hasta que se van apagando las luces fuera y dentro de la tienda, y entonces vuelvo a casa. Y escribo la carta a los reyes pidiendo una casa como esas, con sus muñecos dentro, o si eso no puede ser, la vida que yo imagino que tienen esos muñecos- Pero para mí.

También a veces cojo el maquillaje de mi madre y me pinto los ojos de colores. Y los labios. Después me miro en el espejo y me quedo así, mirándome mucho rato e imaginándome como seré de mayor. 

Cuando me aburro tiendo una toalla en la entrada de mi casa, me llevo un libro y finjo que soy una chica bonita leyendo en una playa desierta y calurosa, de aguas cristalinas y rayos de sol puros que no hacen daño. 

También como algodón de azúcar y después no me lavo los dientes. Y lloro. No mucho, pero lloro. Cuando las cosas no salen como yo quiero también. Y no acepto las derrotas ni los "no". El labio inferior busca el superior y le abraza y las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas y entonces he de meter la cabeza entre los brazos y apoyarme en la mesa o en el suelo. 

Me encanta jugar a las canicas, ver como chocan entre ellas y ponerlas todas juntas en un bote para mirar a través de él. Cuando me siento melancólica, espero al atardecer y subo a lo más alto de mi edificio para mirar hacia el sol aunque sea peligroso y hacer pompas de jabón. Miro todos los colores que se forman y me invento nombres para ellos.


- Pues claro. Es lo que soy. 

Así que dime. Yo era y soy una niña. Me comporto, pues, como ella. ¿Y tú? ¿Quién ha cambiado de los dos entonces?


jueves, 20 de agosto de 2015

¿Cómo se llaman las personas que comen a otras personas?

No sé, no sé, ¡no! ¡sé! 

Yo siempre le hacía muchas preguntas, pero él nunca sabía la respuesta. No era como Amanda, que siempre encontraba una respuesta genial y científicamente indemostrable para explicarme cada una de las extrañas cuestiones que yo le hacía con cara de niña y ojos abiertos como platos. 

Él no sabía nada. No quería saber nada. Sólo me decía que las respuestas estaban delante de mi cara, y que si me las decían, nunca las encontraría por mi misma. Pero Amanda... ella no era así. Nunca me dijo eso. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté por qué los troncos de los árboles del jardín de su casa tenían agujeros, me respondió rápida y concienzudamente que era para que pusiera la oreja en uno de ellos y escuchara como ella, desde otro, me contaba secretos. 

Nunca lo hicimos, lo del árbol. Pero qué más da. Yo sólo quería una respuesta para poder seguir caminando.
Vicky, Cristina, Barcelona.

Y ahora Amanda no estaba. Estaba Él, y con su excéntrica y dolorosa forma de no-enseñarme. De no contestar mis preguntas, de mirarme con un cara que yo nunca sabría descifrar.  

Al final dejé de lado un poco aquella manera que yo tenía de seguir avanzando por la vida. Y aunque me estanqué durante un tiempo medio ahogada por mil tormentos que no tenían solución ni respuestas posibles, conseguí salir de allí no sin antes tragarme algunas de aquellas cuestiones que se quedaron para siempre en el espacio mental que uno deja para las cosas que deberá solucionar más adelante. Estaba mi existencia, y la suya, entre otras muchas más. 

Pero un día, mientras yo conducía y él miraba por su ventana ensimismado en sus pensamientos que nunca, nunca compartió conmigo, le pregunté: 

- Ce, ¿tú cuánto quieres vivir? 

Y él dejó de mirar por la ventana y se giró para mirarme a mí mientras yo seguía conduciendo sin apartar la cara de la carretera. Me giré, para acompañar por unos segundos sus ganas, y le sonreí. Luego seguí mirando a la carretera. 

- Yo quiero vivir tanto como pueda. Tanto como quiera El-de-allá-arriba. Tanto como tú me quieras a mí. Tanto como lo que duren tus preguntas sin respuesta que me hacen comprender el mundo. 

Y yo seguí conduciendo y él siguió mirando la misma carretera y nunca más me cuestioné las ganas que tenía de que yo le preguntara sobre la vida. Y así, seguimos avanzando hacia aquella línea roja que ambos veíamos ahí delante, no tan lejos, que marcaba el fin de todas las preguntas y el inicio de todas las respuestas.




domingo, 19 de julio de 2015

Uhu

LO-CA,
así es como estás.

Eso fue lo que me dijo mientras yo le sostenía la mirada.

Sonreí.

Me producía cierto placer que la gente considerara mis estados transitorios de locura como algo negativo. Una lunática como yo nunca vería los desvaríos del otro como algo malo. Al contrario. La fiesta de la locura está infravalorada.

Me deshice la coleta y me la volví a hacer para ganar tiempo. ¿Qué contestar ante tan abrumadora afirmación (contra mi)?
Mi sonrisa se fue desdibujando y bajé la mirada hasta las piedritas del suelo. Sin decir nada me agaché a coger una. Y comencé a darle vueltas entre mis dedos mientras él seguía ahí. Como si esperara una contestación y el tiempo se hubiera detenido y todo girara entre sus dedos como la piedra giraba en los míos.

"Es cierto. Estoy loca".

Se quedó mirándome mientras yo hablaba sin mirarle, jugando con las manos a cambiar la piedra de palma.

Estoy muy loca. Siempre lo he estado. Mi madre lo supo cuando yo era bien pequeña y me inventaba historias tan ficcionadamente realistas que me las acababa creyendo. Y cuando volvía del cole y comía la merienda de camino a casa no sabía si contar a mi abuela que habíamos hecho unas manualidades en clase de plástica o que un tirano había conquistado la Luna y algunos amigos y yo habíamos ido a luchar para que nos devolviera al Satélite.
Mis padres nunca me dijeron nada. 

Aceptaban que yo iba por otros caminos menos convencionales. Que hacía y deshacía y que mi mente funcionaba a través de un caos que, sorprendentemente, funcionaba. Las cosas me iban bastante bien.

Pero luego llegó él y me dijo que estaba loca. Y lo dijo así tan despectivamente que yo sonreía por fuera y lloraba por dentro. Con esa sonrisa enferma que sólo las locas acompañamos de miradas eternas.

- Al menos lo reconoces, voy a intentar ayudarte para que dejes de estarlo- osó decirme el infeliz

- Los locos no queremos dejar de estarlo. Aceptamos nuestra condición y la defendemos. Por eso somos locos y no cuerdos.

Le di la piedrecita que aún sostenía en mis manos y me di la vuelta. Una lágrima revoltosa caía por mi mejilla pero hice mucha fuerza y conseguí que la gotita volviera hacia arriba, directa al lagrimal del mi ojo derecho.

Evitamos lo inevitable.