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lunes, 23 de noviembre de 2015

Todo en la vida es poder. 


Con esta afirmación alzaste tu copa y me instaste a brindar. La esfera tenía un enigmático ambiente pero yo andaba medio borracha y, sobre todo (y esto es lo peor que me puede pasar), muy relajada. Pocas veces estoy relajada. Ninguna de mis dos piernas tamborileaba contra el suelo. No quitaba etiquetas de botellas, ni me mordía el labio, ni las uñas, ni me hacía y deshacía la trenza, ni hablaba sin silencios. 

Estaba relajada por el vino y porque la cena me había transportado a otro lugar, en aquella habitación de restaurante japonés, con aire decadente y el olor a soja en las cortinas. 

Podía estar cayendo la bomba atómica ahí fuera, que ninguno de los nigiris se hubiera movido del plato. Y yo tampoco lo hubiera hecho. 

Algo tendrás, que me eclipsa. Me eclipsa, como me jode decirlo. Yo no quiero que me eclipse nadie. Y menos tú. Ni tu conversación inquietante, ni tu barba de una semana ni tu maldita manera de hablar como si debiéramos besar el suelo que pisas. 

Pero lo haces. 

Y no lo sabrás, porque detrás de tus aires de super-hombre sólo hay un pequeño ego maltratado en alguna época que ahora lucha por inflarse como un globo algunas noches, pero vuelve a casa más deshecho que las confianzas en sentirte el hombre que siempre te exigieron ser. 

Cuando acabamos la copa y el pequeño postre nos metimos en un taxi y acabamos en tu casa. 

Antes de llegar al ascensor ya nos habíamos besado. Y antes de llegar a la puerta de tu piso horrible ya habíamos dejado atrás los preámbulos sexuales protocolarios. 

Entonces, entre tus manos acaparando toda mi piel y tu boca apretando la mía,  bajando por el cuello, bajando, bajando, bajando... me di cuenta de qué querías decir con lo de que todo en la vida es poder. 

Empecé a luchar por mi propio poder. No podía conquistar ni una de tus orejas, pero al menos luchaba por no caer rendida en la primera batalla. Tú ganabas territorio y yo ni te había quitado la camiseta. 

Me envestiste como si quisieras que me deshiciera allí mismo. Maldito lunático. Pero qué placer. Intentaba zafarme de tus manos y no hacer lo que me invitabas a hacer. Sólo por no ser rebelde. Sólo por no hacer lo que tú esperabas. Era una pelea. 

Pero me llevabas mucha ventaja. Me tenías ganada. La próxima vez tengo que metértela yo a tí. Sería la única manera de que te rindieras en la quinta sacudida. 

Tuviste que ir a por la manta que había volado y a por dos vasos de agua. 

Volvimos a brindar. Reconocí sin vergüenza tu victoria. 

Todo en la vida es poder, me dije. Y al día siguiente escribí una historia inventada con otro hombre sobre el poder que hay en las relaciones sexuales. En las relaciones de pareja. En la comunicación, en la familia, en la vida. Acababa así: ¿Qué tiene el poder? Tiene el profundo e inigualable placer de saberse necesario y decisivo en la otra persona. 

Match Point