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sábado, 15 de abril de 2017

línea cortada

- Lo siento
- ¿Por qué?
- Porque nunca cerré ninguna puerta mientras estuvimos juntos
- Bueno, estás totalmente perdonada
- De verdad
- Está bien, no te preocupes. Oye, debo colgar
- Ah, sí, vale
- Cuídate mucho, ¿si?
- Claro. Gracias. Tú igual

Hubo un silencio, y después el sonido de la línea telefónica.

Carla colgó y se quedó mirando el teléfono como si esperara algo más. Luego pensó que ya no quedaba mucho más por venir. Se sintió en parte aliviada y en parte triste. Pero una tristeza de esas que llega imprevista cuando una historia se cierra, y trae una especie de vacío. Como el del teléfono cuando un interlocutor cuelga antes que el otro.

Se sirvió una copa de vino y se sentó a releer algunos de sus escritos. No se concentraba. Salió al balcón a fumarse un cigarro mientras buscaba la Luna en el cielo que empezaba a oscurecer. Ni rastro. 

¿Por qué nunca reconoció, mientras estuvieron juntos, que no se cerraba puertas?. Quizás no lo sabía, pensó. Pero en realidad sí que lo sabía. Lo sabía muy bien. Conocía esa sensación suya que le sobrevenía cuando cruzaba una mirada con un desconocido, o leía ofertas de trabajo en Medellín. Ni siquiera sabía colocar Medellín en un mapa, pero eso no le parecía razón para no enviar su currículum a aquel lugar, estuviera donde estuviera. 

Recordó todas las veces que había sentido que se estaba ahogando. Que le faltaba el aire. 

Lentamente la tarde caía. Carla recogió un pañuelo y se lo puso sobre los hombros mientras seguía fumando un cigarro tras otro. 

Quizás le daba miedo saberse conocedora de su futuro tan joven, y por eso decidía lanzar los dados de vez en cuando para ver cómo caían. Quizás no tenía ni la más remota idea de lo que quería, y por eso seguía sin decir ni que sí ni que no ante cada ocasión inesperada que la vida le presentaba. 

Se sentía mal tras el llamado. 

Creía que el perdón le haría bien, sincerarse. Pero no sentía nada bello en su interior (como esperaba al principio). 

Se sentó sobre la mesa del balcón, cansada. Ya se había acabado el último cigarro, y aunque le hubiera gustado seguir fumando y aumentar aquella sensación de mareo, prefería no moverse de casa. Cogió el "Mellon Collie and the Infinite Sadness" y lo puso en el reproductor. Eligió a conciencia el CD, en realidad solamente quería escuchar 1979, pero le gustaba la sensación de esperar algo que sabía que llegaría antes o después. 

El comienzo del LP la hizo sentir rabiosa, casi enfadada. No sabía por qué su vacío se había convertido súbitamente en un enfado, ni tampoco la razón del mismo. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Cuarteles de Invierno




¿Qué lleva esa medicina que hace que todos los males desaparezcan durante un periodo de tiempo? 
Lleva música. 

Ir de concierto es la práctica moderna más parecida a ir a misa. 
¿Por qué pensáis que estoy loca? 

Entramos, todos en fila y en grupo, los escenarios no están hechos para poco público. 
Se apagan las luces de la normalidad y se encienden las de la vida. Empieza la fiesta. 

Los músicos a veces se drogan con cocaína. Pero otras se drogan de adrenalina, música y sintetizadores. En cualquier caso no me importa lo más mínimo. Yo sólo quiero sentir lo mismo. 

El cantante apenas habla, pero se mueve y hace aspas con los brazos, cierra los ojos y se deja llevar para que su voz nos mezca al público también. 

Las luces rojas dejan un aura infernal, un lugar donde no se puede vivir, pero al que todo el mundo queremos llegar en algún momento de nuestras vidas. 

Nadie habla. Ojos abiertos y oídos corriéndose. Voz, guitarras, sintetizadores, un dolor en el pecho que es el rebote de la batería. Las baquetas son unos dedos repiqueteando nuestros corazones. ¿Hay alguien ahí? Oh dios mío, por supuesto que sí. 

Y los codos a noventa grados. Olemos a Rexona o Nivea o Axe o a toda una mezcalina* de desodorantes, tabaco, sudor, cerveza y algún que otro rastro de humedad que se siente en el ambiente entremezclado con el humo de los cañones. 

La oscuridad nos abraza. Palmeamos porque con las palmas alimentamos el momento. Unos siguen a otros y los demás se contagian. Y allí arriba es otro mundo. 

Nos duelen las comisuras de sonreír. Y el alma... el alma nos duele de sentir, cojones. 

Nos acordamos del que nos dolió hace años. La que nos quiso ayer o, a veces, nos acordamos del que tenemos al lado porque es precisamente la persona con la que queremos estar en ese momento musical.

Todo se rinde a los pies del esqueleto de hierros que sube a los bienaventurados a cantarnos al oído lo que siempre sospechamos, pero nunca acertamos a describir: 

Que la música es la religión de nuestra fe, la banda sonora de nuestras insignificantes e imperfectas vidas.






*Palabra Inventada