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lunes, 17 de agosto de 2015

Trastornos

Estaba ahí, sentada en el escaloncito de su pequeño balcón. Fumaba una cañita y jugaba a enfocar y desenfocar el fondo de las rejas del balcón dependiendo de donde fijaba la vista. Si en los hierros o en los espacios libres entre ellos.

Estaba ahí, sentada en el escaloncito de su balcón, leyendo a Neruda. Y a tantos otros. Poetas y narradores de cuentos, diferentes a pesar de que la sensación al leer siempre era la misma. Y pasaba las páginas finas con la yema del dedo húmeda de pasearla por la lengua.

Estaba ahí, de pie en su balconcito mirando la calle vacía de transeúntes o vecinos. Oliendo el silencio húmedo que sólo las montañas pueden ofrecer.

Estaba ahí, de pie en su balconcito mirando hacia arriba en la noche. Allá donde las estrellas crean formas y  se trasladan hasta desaparecer, lo que algunos llamarían fugacidad. Pero las estrellas no son miedosas, no se fugan.

Estaba ahí, detrás de la tela mosquitera de su balcón pequeño mientras el agua corría por cañerías y entre las ranuras del cemento de la cuesta de su calle. Y todo olía a añoranza y sosiego.

Estaba ahí, mirando con concentración un gato que pasea entre las tejas rojas de las casas de enfrente.

Siempre estaba ahí, viendo la vida transcurrir desde su balcón. Como si fuera una espectadora dentro del film. Esperando que alguna vez, alguien se acercara a su casa y mirara hacia el balcón con cara de expectación:

- ¿Bajas?

Ella haría una mueca. Miraría a ambos lados para asegurarse de que es a ella a quien le preguntan. Se miraría los pies, justo debajo de la barandilla. Y luego asomaría la cabeza un poco más adelante, hasta el suelo de la calle. Sonreiría.

- Bajo.