APARTADOS

Mostrando entradas con la etiqueta volar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta volar. Mostrar todas las entradas

sábado, 5 de diciembre de 2015

El pajarillo que más alto quería volar
fue el que murió primero.

Yo lo vi todo desde mi ventana.
Apenas causaban estruendo
cuando caían contra el suelo.

Sus cuerpecillos débiles y emplumados
se aplastaban contra el adoquín.
Ninguno hubiera volado de saber su fin.

Pero la vida es así.
Siempre hay que intentar volar.

Aunque sólo sea para extraer placer dantesco
de la caída más alta.
Sentir flotar.


Yo los miraba y sonreía. Me acordaba de cuando yo misma caí. De bruces contra el adoquín. Y decidí reírme de todos los poetas modernos a partir de aquel certero golpe.

Nunca fui pájaro.

lunes, 13 de julio de 2015

el té



El otro día hablábamos de unas cosas... ¿sabías que el universo se expande? ¿y que la muerte de la vida existente en  nuestra galaxia (al menos la que tú y yo conocemos) se dará porque llegará el día en que todo estará demasiado alejado entre sí en el universo y el calor del Sol no llegará a la Tierra? 

Los astros están enfadados. Quieren hacer su camino. Han visto que el universo es infinito, que no tienen por qué permanecer en el sitio, que pueden alejarse, recorrer años luz de desconocidas galaxias unidas por agujeros negros que se encuentran en las pecas de los pelirrojos y han decidido hacer la suya. 

Estuvimos hablando sobre la muerte fría durante un largo rato. Y de repente, me entraron ganas de acostarme, de cerrar los ojos e imaginar que flotaba como un ente más en alguna clase de armonía en el espacio ese que no tiene fin, ni principio. 

Aunque podría empezar en ti, por empezar. 

Al final me recosté sobre un puñado de cojines intentando estar tan callada como para poder sentir cada una de las pequeñas, cortas e irrisorias corrientes de aire que entraban por la ventana y me rozaban la nariz como si me la acariciara uno de tus finos dedos.

Pero no eran tus dedos.

Cerré los ojos para evitar que mi estado mental se distorsionara por el campo de visión del techo y de algunos de ellos hablándome como si aún les escuchara. Ya no estaba ahí. Estaba flotando en algún lugar del universo que no se podría localizar, pues de sobra se sabe que los lugares infinitos no tienen mapas que los recojan.

Y así, tumbada sobre aquel hueco de la habitación llegó el inicio de mi muerte fría.







lunes, 1 de junio de 2015

Flores de cactus

Éramos como dos pajarillos encerrados en una jaula lo suficiente grande como para no pensar demasiado en la libertad. Teníamos el aletear acostumbrado a no llegar demasiado alto. Pues la cabeza nos tocaba el techo y aquello nos producía escalofríos. La desagradable sensación que sólo puede sentir quien sabe que puede seguir hacia arriba, volar más alto, pero algo duro y aparentemente fuerte se lo impide. Como una cúpula de metal con vistas a las nubes. 

Alguna vez habíamos salido a volar. Habíamos sentido el aire en la cara y el mundo a nuestros pies. Pero aún así seguíamos sin saber cuan era de grande el espacio que separaba nuestra existencia de todo lo demás. Y como no lo sabíamos y no parecía verdad que lo fuéramos a descubrir, acabamos volviendo a la jaula que nos guarecía del frío y de los complejos como la desastrosa ansiedad y la desidia al ver pasar el tiempo más rápido de lo que nuestras alas eran capaz de moverse. Allí siempre había comida. Pero sobre todo, siempre estábamos juntos. En la inmensidad que nos ofrecía todo lo de afuera no encontrábamos lo único que hacía valer la pena estar dentro: el cariño. El calor. El amor. Llámalo equis. O llámalo eso que hace que todo lo demás carezca de importancia. 


De vez en cuando, mientras yo me columpiaba en el balancín y tú te limabas el pico hablábamos sobre cómo sería vivir afuera en forma de unidades indivisibles De uno en uno. Salir, establecer un nuevo camino lleno de dificultades que sortear. Llegar a conocer la verdad suprema de sentirse libre. Sentirse parte de los paisajes más recónditos y probar las aguas mágicas de países impronunciables, y casi invisibles. 

Uno lo decía y el otro asentía, o se quedaba ensimismado mirando entre los barrotes. Luego, al otro día era el otro quien lo comentaba. Y así se sucedían nuestros pensamientos y dudas mientras lo único que no se rompía era el pequeño pero inquietante rumor de la separación. 




"Pero si estamos bien".