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lunes, 7 de diciembre de 2015

Me leyeron la carta astral.

También estuve leyendo el libro más reconocido del horóscopo, concretamente sobre mi signo.
(Sí, tengo un signo).

Le he preguntado a la Biblia. Pero oye, ¿sabes qué? No me gusta lo que me dice.

Eso sobre lo del castigo... lo del infierno... no podría... yo, yy..., yo no podría.

Estuve preguntando acerca del karma. Tiene cierto sentido, pero claro. ¿Realmente...? ¿Sabes a lo que me refiero?

Intenté encajar mis acciones y mi personalidad en algún patrón de conducta ya conocido. No es nada nuevo, sabes.

Y durante un tiempo, incluso indagué en la naturaleza, justo para encontrar algo que me definiera. Que me diera cierta respuesta.

Aquel puto loco se puso a hablarme sobre mí misma. Largando todo lo que imaginaba cuando me miraba o me escuchaba. (Si es que me llegó a escuchar alguna vez).

La cuestión es, Cigarrita, que nadie tiene la respuesta.
La respuesta está en mí misma.
Y empiezo a pensar que las personas,
las personas, pequeña cigarrita,
nos autodefinimos y reconocemos
a través de una cuestión de fe.

Mirarse al espejo es una cuestión de fe. Leer la biblia también lo es. Y encontrarse en una lista de personalidades. De signos zodiacales. En una lista de errores. 

¿No te parece irónico pequeña cigarrita? 
¿Que seamos una cuestión de fe?




domingo, 18 de octubre de 2015

Te propongo a tí.

Te propongo un juego. 

Soy una jugadora nata, no sé si lo sabías. Es fácil de intuir(me), supongo. Me encanta ganar y con una capa de humildad disfrazada sorprenderme ante mi propia victoria.


El juego que te propongo se trata de darle sentido a nuestra existencia.  ¿Te parece difícil? Ja. Pues nunca has jugado a baloncesto.

Las reglas del juego las pones tú.  Y cuando me mires a los ojos, yo también las conoceré.

De lo que se trata es de volar.

Pero sin precipicios. ¿En las cimas hay precipicios dices? Pronto lo comprobaremos juntos. Eso y tu miedo a las alturas. 

Te hago un carrera hasta el coche. Conduzco yo, que me queda mejor. Después corremos con destino el horizonte. Tenemos que llegar al amanecer a la máxima brevedad, pues puede que mañana no haya otro.

Después de jugar a ver quien ríe más tras una calada de oxígeno competiremos en un duelo a muerte por encontrar al ganador que folle mejor al otro. No hay ganador en esto, dices. Sería un placer descubrir un empate técnico entonces.

Cuando te canses de jugar conmigo puedes coger otro camino. Tarde o temprano nos volveremos a cruzar. No porque estemos destinados. Sino porque yo te volvería a buscar. Con un antifaz. ¡Sorpresa!

Tachar países, beber Oasis, comer escarabajos y luciérnagas y revolcarnos entre las malezas de una niña triste que está en huelga y ahora va a sonreír mientras llama con pillerías la atención de todos.

Ver conciertos en plazas y cogernos de la mano mala, mientras con la otra tú escribes y yo fumo; o al contrario. 

Visitar museos de artes extrañas y construir maneras nuevas para comunicarnos desde paquetes de yogures unidos con cuerdas, o ver al otro en el lado opuesto al visor de un caleidoscopio. 

En esto consiste el juego. El de dar sentido. Darnos sentido mutuamente, compitiendo en ver quién lo hace mejor. 

¿Preparados? ¿Listos?, 


ya.

jueves, 20 de agosto de 2015

¿Cómo se llaman las personas que comen a otras personas?

No sé, no sé, ¡no! ¡sé! 

Yo siempre le hacía muchas preguntas, pero él nunca sabía la respuesta. No era como Amanda, que siempre encontraba una respuesta genial y científicamente indemostrable para explicarme cada una de las extrañas cuestiones que yo le hacía con cara de niña y ojos abiertos como platos. 

Él no sabía nada. No quería saber nada. Sólo me decía que las respuestas estaban delante de mi cara, y que si me las decían, nunca las encontraría por mi misma. Pero Amanda... ella no era así. Nunca me dijo eso. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté por qué los troncos de los árboles del jardín de su casa tenían agujeros, me respondió rápida y concienzudamente que era para que pusiera la oreja en uno de ellos y escuchara como ella, desde otro, me contaba secretos. 

Nunca lo hicimos, lo del árbol. Pero qué más da. Yo sólo quería una respuesta para poder seguir caminando.
Vicky, Cristina, Barcelona.

Y ahora Amanda no estaba. Estaba Él, y con su excéntrica y dolorosa forma de no-enseñarme. De no contestar mis preguntas, de mirarme con un cara que yo nunca sabría descifrar.  

Al final dejé de lado un poco aquella manera que yo tenía de seguir avanzando por la vida. Y aunque me estanqué durante un tiempo medio ahogada por mil tormentos que no tenían solución ni respuestas posibles, conseguí salir de allí no sin antes tragarme algunas de aquellas cuestiones que se quedaron para siempre en el espacio mental que uno deja para las cosas que deberá solucionar más adelante. Estaba mi existencia, y la suya, entre otras muchas más. 

Pero un día, mientras yo conducía y él miraba por su ventana ensimismado en sus pensamientos que nunca, nunca compartió conmigo, le pregunté: 

- Ce, ¿tú cuánto quieres vivir? 

Y él dejó de mirar por la ventana y se giró para mirarme a mí mientras yo seguía conduciendo sin apartar la cara de la carretera. Me giré, para acompañar por unos segundos sus ganas, y le sonreí. Luego seguí mirando a la carretera. 

- Yo quiero vivir tanto como pueda. Tanto como quiera El-de-allá-arriba. Tanto como tú me quieras a mí. Tanto como lo que duren tus preguntas sin respuesta que me hacen comprender el mundo. 

Y yo seguí conduciendo y él siguió mirando la misma carretera y nunca más me cuestioné las ganas que tenía de que yo le preguntara sobre la vida. Y así, seguimos avanzando hacia aquella línea roja que ambos veíamos ahí delante, no tan lejos, que marcaba el fin de todas las preguntas y el inicio de todas las respuestas.