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jueves, 12 de noviembre de 2015

Ultraviolencia

Era un libro. Era un libro que Ella sostenía en sus manos los largos días del cálido verano. Aún la puedo ver paseando por las calles que nunca compartimos. Pero la mente es así, disfraza los recuerdos de alucinaciones que tejen un presente entremezclado de pasados y futuros inexpugnables. 

Un violento cáncer se la llevó. Un violento día de un muy violento año. Yo lo vi desde fuera. A un océano de distancia, literalmente. Pero me llegaron las salpicaduras de la muerte y me vi sostenida por una  bruma de felicidad que intentaba evitar las balas de realidad a golpe de abrazos, vinos y orgasmos visuales. 

Pero lo real siempre acaba golpeando la puerta de nuestras vidas, toca unas cuantas veces con los nudillos. Llama al timbre, rompe las ventanas, atiza los árboles del jardín. El ruido es innecesariamente fuerte. Va in crecendo hasta que no tienes más remedio que abrir la puerta y preguntarte quién cojones quiere joderme la mañana.

Y entonces asaltan las dudas como ladronzuelos de herramientas en las obras del extrarradio.

¿Dónde están los límites de la pena? 
Cuantos kilos de pena pueden llegar a sentir los que abrazan a la muerte de una manera tan natural que no pueden sino sostener la calidez del último contacto humano toda la eternidad.
La pena de los días que se acaban, de las manos que matan, de los ojos que castigan, de las promesas vacías. 
La pena de vivir en un mundo como este.

¿Cuánta violencia somos capaces de engendrar?
Quién sabe los límites de la violencia que puede cometer un humano cualquiera. Cuán tergiversada debe ser la vida de alguien que es capaz de matar al igual, de arrebatar la vida de su compañera de vida, por la más minúscula y vulgar razón. 
De hacer daño de manera gratuita. Que puede llegar a producir placer. 
El placer violento de hacer lo que no se debe hacer. 

¿Cuánta violencia somos capaces de aceptar?
Abrimos nuestras bocas y nos comemos la mierda con la servilleta anudada al cuello. Vemos como se la comen los demás, disfrutamos mientras lo hacemos nosotros y en la digestión el nudo de la mediocridad nos recorre las venas y nos convierte en insignificantes motas de polvo que no brillan. Debajo de la alfombra, sin fuerzas para gritar o para cambiar. Para vencer contra lo injusto. 



Porque nos comemos la violencia con los ojos como platos y las bocas abiertas, y las piernas abiertas y los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba. El sometimiento no es una cruz, es el poste que nos mantiene de la  más vulgar forma de pie.