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lunes, 1 de junio de 2015

Flores de cactus

Éramos como dos pajarillos encerrados en una jaula lo suficiente grande como para no pensar demasiado en la libertad. Teníamos el aletear acostumbrado a no llegar demasiado alto. Pues la cabeza nos tocaba el techo y aquello nos producía escalofríos. La desagradable sensación que sólo puede sentir quien sabe que puede seguir hacia arriba, volar más alto, pero algo duro y aparentemente fuerte se lo impide. Como una cúpula de metal con vistas a las nubes. 

Alguna vez habíamos salido a volar. Habíamos sentido el aire en la cara y el mundo a nuestros pies. Pero aún así seguíamos sin saber cuan era de grande el espacio que separaba nuestra existencia de todo lo demás. Y como no lo sabíamos y no parecía verdad que lo fuéramos a descubrir, acabamos volviendo a la jaula que nos guarecía del frío y de los complejos como la desastrosa ansiedad y la desidia al ver pasar el tiempo más rápido de lo que nuestras alas eran capaz de moverse. Allí siempre había comida. Pero sobre todo, siempre estábamos juntos. En la inmensidad que nos ofrecía todo lo de afuera no encontrábamos lo único que hacía valer la pena estar dentro: el cariño. El calor. El amor. Llámalo equis. O llámalo eso que hace que todo lo demás carezca de importancia. 


De vez en cuando, mientras yo me columpiaba en el balancín y tú te limabas el pico hablábamos sobre cómo sería vivir afuera en forma de unidades indivisibles De uno en uno. Salir, establecer un nuevo camino lleno de dificultades que sortear. Llegar a conocer la verdad suprema de sentirse libre. Sentirse parte de los paisajes más recónditos y probar las aguas mágicas de países impronunciables, y casi invisibles. 

Uno lo decía y el otro asentía, o se quedaba ensimismado mirando entre los barrotes. Luego, al otro día era el otro quien lo comentaba. Y así se sucedían nuestros pensamientos y dudas mientras lo único que no se rompía era el pequeño pero inquietante rumor de la separación. 




"Pero si estamos bien".