-Yo no conozco tu pasado. Tú no conoces el mío. Si yo te lo contara, y tú me hablaras del tuyo, inmediatamente pasaríamos a otro plano en el que sabemos quién es el otro, y por esa sencilla aunque indispensable razón, nos respetaremos.-
Me senté delante de él y me quedé mirándole. Me gustaba mirarle a los ojos porque no me daban miedo. Casi al contrario, una imperceptible sensación de paz me permitía aguantarle la mirada sin apenas trabajo.
Me acordé de aquella entrevista a Cortázar en una televisión argentina en la que apenas habla ni levanta la vista. Mueve las manos sin saber donde ponerlas y mantiene una media sonrisa durante todo el diálogo. Estaba nervioso. Fue la primera vez que le vi en persona. Pensé, cómo un genio tan grande puede verse tan mundano y errático ante una pantalla de televisión.
Estaba dispuesta a escuchar todo lo que tenía que decirme. Pero él no habló. Se quedó sentado igual que yo, aparentemente sonriendo. y su boca no se abrió. Intenté leerle la mente. Algunas veces me funciona. Pero en aquella ocasión no obtuve resultados.
Le extendí mi mano en señal de amor y fraternidad. Él la tomó y siguió mirándome sin hablar. Después bajó la mirada y se acercó a mi mano que tomaba con suavidad. Me dio un tímido beso que apenas me rozó la piel y, sin dejar mi mano, se giró a mirar todo nuestro alrededor.
Había una hermosa playa, olía a salitre y la brisa picaba la cara por la sal y la humedad. Las gaviotas y algunos otros pájaros que yo ya había visto en Inglaterra surcaban el cielo bajo y engañaban nuestros ojos inexpertos haciéndonos creer que el horizonte estaba más cerca.
Nuestras cervezas nos esperaban rebosando espuma hasta los bordes. Ninguno tocó la suya. Estaba esperando que algo ocurriera, y me tenía impaciente aquella situación que nunca se acababa. Pero él no mostró sensación alguna de tener nada que decir.
Me quedé sin querer abobada viendo como las gaviotas empezaban a bajar el vuelo a medida que los bañistas se iban y dejaban la tierra húmeda y en algún caso trozos de comida y basura. Algunas incluso habían bajado y bañaban sus patas en las últimas olas mientras picoteaban aquellas migas de vida.
Estaba pensando en qué vida tendrían las gaviotas y las aves del mar y no noté que él se había levantado de su silla. Estuvo de pie algún momento buscando la barra donde se pagaba. Cuando me giré ya estaba allá sacando un billete, y sin volver la vista atrás se fue.
Me quedé mirando mi cerveza. Seguía fría pero la espuma estaba empezando a deshacerse.
- Amiga, cerramos en diez minutos.
El camarero lanzó aquella frase sin acercarse a la mesa y yo seguí mirando mi cerveza y las pequeñas burbujas que aún sobrevivían al momento. Me levanté y bajé a la playa. Me tumbé a mirar el cielo y la caída del sol mientras las gaviotas comenzaron a verme como una sombre inofensiva y comenzaron a picotear a pocos metros de mí.