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jueves, 8 de julio de 2021

viernes, 3 de noviembre de 2017

¿Cuántas vidas tienes?

Solo cuando me hallé totalmente inmersa en ese estado de creación al que llamamos Soledad, comencé a encontrar algunas respuestas. 

A la pregunta de por qué siempre quisimos pero nunca lo llevamos a cabo. A la pregunta de qué clase de conexión teníamos que nos hacía pasar por el quirófano, cambiar de residencia o enamorarnos a la vez, en distintas partes; manteniéndonos siempre fieles a los tiempos. A los tiempos que nunca ponían nuestros caminos bajo el mismo minutero. 

A la consigna de escribirnos siempre, a pesar de las pocas cosas que nos contábamos. De todo lo que  nos mentíamos. Aunque quien sabe, quizá nos mentíamos a nosotros mismos. 

Has sido una sombra en mi camino. La sombra de quien camina hacia el atardecer. Un espacio en negro lánguido y estrecho tras de mi, acariciando el suelo que yo recién pisaba. 

Fuimos amantes, hermanos, madre e hijo, padre e hija, e incluso formamos una maravillosa familia que vivía mirando al mar. 

Me llegó toda esa información, no en forma de imágenes, sino de otra manera mucho más especial. Sin previo aviso, olí una flor y supe que reinaban en el jardín de lo que durante muchos llamamos nuestro hogar. 

En otra ocasión, sentí en la piel el mismo picor que me deshacía en lloros cuando éramos hermanos y, jugando en algún parque del mundo, caía sobre la tierra en medio de nuestro partido de fútbol y tú corrías a soplar el polvo que cubría la herida y me ayudabas a levantarme.

Supe que habías tomado mi leche cuando una noche estrellada la Luna oculta me susurró que en una noche idéntica a aquella habías probado por primera vez el sabor de la vida en mi regazo. 

Escuchando una melodía en aquel pequeño teatro escondido bajo la estación asentí con los ojos húmedos cuando me recordó que tú habías ido a verme a un teatro como ese en mi primer concierto, junto a una banda de niños que rasgaban instrumentos más grandes que ellos mismos.

Esa fue nuestra relación. Esa que no podía entender ahora. Porque precisamente esta vida, no está siendo la nuestra.

martes, 29 de agosto de 2017

Anto

Cuando Anto llegó yo ya la esperaba sentado en la mesa del restaurante. Me había pedido una copa de vino y fumaba sin ganas leyendo las últimas páginas de Kafka en la orilla. 

A pesar de que me hubiera sobresaltado, no tardé en sentir que ya había llegado, y cuando alcé la vista estaba a un par de metros de mi. 

Sonreímos los dos como si lleváramos mucho tiempo esperando este momento. Quizás así era.

Se pidió una cerveza sin preguntarme siquiera si yo necesitaba algo más. Ella era así, no preguntaba nada. Solamente actuaba y esperaba que los demás se cuidaran solos, como hacía ella misma.

Fue extraño verla de nuevo sentada frente a mi. Le había cambiado algo en la cara. O quizás era algo más general, más intangible. 

Como si se hubiera llenado de luz. Como si hubiera viajado hacia el centro de ella misma, hubiera hablado con los sabios, y hubiera vuelto renacida de sus propias cenizas. 

Joder, me daba mucha envidia. Y mucho amor. Deseaba abrazarla y que me diera todo el calor que irradiaba su cuerpo. Acariciar su piel. Pedirle que ella me acariciara a mi. 

Pero en vez de eso sonreí, le conté mi viaje y la invité a venir a la exposición de mi obra que se inauguraría la siguiente semana. 

Ella apenas hablaba, solo me miraba sonriente. Su mirada ya no era la de antaño. Seguía siendo una mirada profunda, pero esta vez no juzgaba. Solamente miraba expectante el espectáculo que yo debía ofrecerle. Un montón de palabras bañadas por miedos y fracasos, esperanzas y probablemente algún sueño. No sentí vergüenza. Deseé que comprendiera que la necesitaba. 

Pero ella no dio señales de haber entendido nada ni mucho menos de hacerse cargo. 

Tras la  segunda copa, su mirada se desvió por primera vez en la noche de mi. Miró alrededor como si no se hubiera fijado nunca, buscando detalles, apoyando la barbilla sobre su mano. 

Más tarde pidió la cuenta. 

Se despidió de mi con un beso y un largo abrazo. Sentí que me caían las lágrimas. Qué carajo, no estaba ni triste. Era solo ella. 

No la volví a ver. 

martes, 23 de mayo de 2017

Las cosas que he aprendido

Las cosas que he aprendido desde que ya no vives (en mí):


Se sobrevive, siempre se sobrevive.

Los puntos son bellas partes de la historia. Valen para coger aire, y empezar de nuevo.

La única manera de entender, es leyendo.

Te quise tanto que ni siquiera tiene sentido.

Los celos son la fiel sombra reflejada en cada atardecer de la tristeza.

El amor duele, claro que duele. Pero el tiempo cura. 

El final llega siempre antes de la separación. Y en ese momento comienza el tiempo de la pérdida.

Mi amor por ti ha dejado de doler. Te quiero feliz.

El deseo es al amor como el beso al sexo.

La libertad siempre existió. Tanto como para volver cada noche a tu cama. Hasta que un día ya no. 

No era imprescindible para ti. Pero eso no es lo mejor. Lo mejor es aprender que no lo seré para nadie.

Te sigo escuchando, leyendo y viendo por la calle de otra ciudad. Pero no eres tú. Y me gusta.

Estoy aprendiendo a soltar y no siento miedo de perderte para siempre. Buena suerte. 

Después de un largo ocaso, la oscuridad es el abrazo al amanecer. 

No te odio, te agradezco. No me dueles, te libero. 

Ve,

Yo por aquí me quedo.




miércoles, 8 de marzo de 2017

Sé por tus marcas
cuanto has viajado
para olvidar lo que hiciste
sentir algo que nunca sentiste


La vida ya no duele.
Quizá fue la distancia adecuada.

Sin embargo,
en lo único que creo
es el tiempo.

Y los libros,
siempre los libros.

No importa que vaya despacio,
o rápido.

El único ritmo que existe
es el del corazón.



Ese lugar en el que te acogí,
del que te eché,
y en el que aún no te encuentro lugar.

¿Se supone que esto es la felicidad?
Nunca creí en ella.
Ni en ti tampoco, seamos serios.

Pero los libros,
siempre los libros.

La lectura marcada
por los latidos,
leída en un tiempo prudencial,
a una distancia perfecta.

Esa es la única certeza.

De que la vida no duele,
tú no existes,
yo no creo,
y ellos no saben absolutamente nada.

¿Se supone que esto es la felicidad?

Deja a los recuerdos donde están.
No hay espacio para la segunda par




viernes, 10 de febrero de 2017

La vuelta

Como Ludvik, he llegado a pensar que yo mismo también empecé a renegar de aquella pequeña ciudad/pueblo que me vio nacer y crecer, y en la que pasé parte de mi juventud. 

Bien, realmente no sé cuánta parte de mi juventud pasé, porque no comprendo aún en qué momento me hice adulto. 

Ni siquiera sé si lo soy aún. 
La La Land

Sigo esperando a levantarme un día con la espalda recta, frotarme los ojos, y darme cuenta de que el mundo es distinto. Después pensarlo mejor, y ver que no es el mundo el que está diferente, sino yo mismo. Y entonces, es cuando espero darme cuenta de que me he hecho adulto y que ya sólo queda la nada. 


...

Lo cierto es que llevo sin volver a Cestollan más de tres años. 

Aún recuerdo aquel último mes frenético, en el que apenas podía dormir. Tenía la maleta medio hecha, rodeada de miles de cosas que nunca utilicé y que al final acabé metiendo. Dormí toda aquella última etapa junto a ella, viéndola. Ni un minuto viví el presente, sabiendo que cada vez quedaba menos para la partida. 

Recuerdo cómo mi cuerpo quería quedarse en el coche y no salir cuando llegamos al aeropuerto. Aquellas lágrimas durante horas en el avión, hasta que apagaron las luces y me dormí pesadamente sobre el cristal de la ventana. 

Debería volver a mi ciudad. Por supuesto, hay muchas cosas que me hicieron feliz allá. 

Sin embargo, si pienso en una vuelta definitiva, algo empieza a subirme por la boca del estómago y una opresión se apodera de mi cuerpo. Siento que vuelvo a una especie de tumba, donde la gente se ha conformado con lo que le ha caído y que las mismas caras me mirarán y evitarán por las calles estrechas y aburridas. 

Que todas las historias serán nuevas pero repetidas (una especie de sísifo en la vida vacía y perpetuamente cómoda). 

Pero, por otra parte, me veo paseando por las calles donde sentí mis primeros anhelos, donde caminé mis primeros pasos y leí mis primeros cuentos. 

Entonces siento calor y una urgente necesidad de que me abracen. 

No obstante, al final de este pensamiento mi mente siempre vuelve al mundo que dejé: la vida ansiosa por el futuro y deprimida por el pasado que tenía. Y entonces mis piernas tiemblan y quieren salir corriendo.

Como en su día no quisieron moverse. 



Estesegundoqueestápasandoyanovuelve


jueves, 16 de junio de 2016

desatención

Dos cervezas,
siempre es la excusa. 
Tomar dos cervezas.

Verse los ojos. 
Cuanto tiempo sin ver sus ojos. 
Cuanto tiempo sin ver el barrio. 

¿Cuánto tiempo? 
¿Dónde demonios he estado yo todo este tiempo?

Dos cervezas, 
siempre es la excusa. 
Invitar a una cerveza. 

Regalar un momento. 
O quizás unos cuantos. 
Cuanto tiempo sin vivir un momento. 

¿Cuánto tiempo? 
¿Dónde se han ido mis momentos? 

¿Dónde demonios he estado yo mientras mis momentos se largaban en huelga por desatención? 

miércoles, 20 de abril de 2016

A-R A-D

Las acciones tienen sus consecuencias. No hay acción sin reacción. No lo digo yo, como siempre. Lo dicen los que saben.

Cualquier acción que hagamos, como seres sociales que somos, supondrá unas consecuencias para los demás, que a su vez volverán a nosotros en forma de otras consecuencias colaterales de nuestras acciones primarias. Y así se mueve el mundo.

La cuestión es, pequeña Cigarrita, lo que quiero decir con esto, es que antes de actuar está bien que pienses un poco más allá de tu acto y valores qué podría ocurrirles a los que están a tu lado. Tanto si les quieres como si no, hazlo.

No puedo darte más explicaciones ahora, se me hace tarde y llega la hora de la lectura.

Pero ten en cuenta que todas tus determinaciones en la vida, tarde o temprano regresarán a ti. 

Ten también en cuenta, para que te quedes tranquila, que importa menos el bien y el mal; y más otro tipo de condiciones para la vida y la convivencia. 

No hay nadie por encima de ti, pequeña Cigarrita.

jueves, 14 de abril de 2016

Everyday



Todos los días me levanto.

Tomo un café con mucha crema.

Todos los días tomo el autobús y lo pago.

Todos los días recorro un trozo de ciudad lamentando el tiempo perdido.

Todos los días leo.

Todos los días te veo.

En algunas palabras, o en algunas calles, o en algunos espejos.

Todos los días te echo de menos.


Todos los días echo de menos,

el día que te quise echar de menos.

martes, 19 de enero de 2016

Que me voy

Si sopesáramos las decisiones sentados en una mesa, juntando las manos bajo la barbilla y mirando al vacío, te aseguro Cigarrita, que no nos lanzaríamos ni a la mitad de aventuras.

Por otra parte, evitaríamos también un gran cúmulo de fracasos a los que a veces estamos destinados en el mismo momento en que los ojos nos brillan, la cabeza dice no y el corazón sí ante las estúpidas e innumerables ideas a las que nos arrastra la vida.

Pero Cigarrita, ¿qué sería de nosotros sin nuestros chichones? Las tiritas cubriendo heridas, el corazón amoratado, el cerebro envuelto en paños de paciencia. 

No me he sentado ni un momento a meditarlo. Es que no puedo. Hay cosas que no se pueden. Simplemente suceden. No sé quién me dijo una vez que no podía dar respuesta (ni siquiera una respuesta ilógica) a todos los acontecimientos. 

Pues bien, ahora lo entiendo. Este es uno de ellos. 

Ha sucedido. Me ha sucedido.

¿Cuánto tiempo? ¿Cómo será el balance? ¿Qué pierdo? ¿Qué ganaré? Imposible saberlo. Y doy gracias.

Las dudas me asaltan. Vienen por detrás, me empujan por un lado y otro. Me esperan en la cama. En el sofá, ¡en la bañera! Lejos quedaron aquellos momentos en los que se dignaban a llamar al timbre y yo podía decidir si les abría mi puerta o no. Ahora se abalanzan. Me están mirando como escribo este texto.

De verdad te lo digo, Cigarrita, que somos más dueños de nuestros destinos de lo que nos creemos. 

Pero eso no quiere decir que podamos impedir o provocar el devenir

jueves, 19 de noviembre de 2015

Todo el amor que se da, 
se recibe. 

Pero no de la misma persona. 

Por eso deberías lanzar tus abrazos sin esperar nada a cambio. 
Y dejarte caer. 
Porque, 

en el fondo del precipicio

hay una lengua que te cura las heridas. 

No te evita la caída, ¿qué esperabas?

Pero te lame las brechas ensangrentadas. 
Y la sangre vuelve a su cauce. 

Y tú a tu camino. 
Dispuesto a regalar el amor a quien te ayude 
a encontrar la prueba reveladora 
de saber que estás aquí para algo. 

Mi dulce nuececilla,
Nadie te esperaba, 
y nadie te echará de menos. 

Más que el tiempo. 

Pero le vas a dar tu amor a alguien, 
y te has llevado el mío contigo. 

Estoy empezando a dejarme caer.

21


jueves, 22 de octubre de 2015

Rutina

Cada día desde hacía un año, Ella había entretejido un pequeño engranaje de rutinas que funcionaba a la perfección. 

Cada mañana se levantaba, se lavaba la cara. Escuchaba el mismo disco triste de José González mientras desayunaba Corn Flakes con Cola-Cao, y al rato se acicalaba para salir al trabajo. Siempre vaqueros y zapatillas, siempre bolso negro o bolso azul alternados perfectamente: un día uno y otro el otro.

Caminaba durante diez minutos hasta la librería-cafetería. Preparaba cafés, sonreía a los clientes, no hablaba demasiado. Parecía que tenía un número determinado de palabras por día y no podía decir ni una más. El único juego que se permitía hacer y que rasgaba la rutina de vez en cuando era aquel en que apuntaba las tres primeras palabras que leía en el primer libro que encontraba. Las anotaba en un post-it. Lengua, amarillo, hojas. 

Después, tenía que decirlas antes de que la jornada laboral se acabara. 

- ¿No se le quema la lengua cuando el café está muy caliente? 

El hombre que recibía la taza de café, la miraba a Ella y luego a la taza con recelo, y sin darse cuenta paseaba de saliva su lengua y cogía la taza con cuidado. Después sonreía sin demasiadas ganas y se iba a un rincón cualquiera a beber el café teniendo sumo cuidado con que no se fuera a quemar. 

Sólo porque ella jugaba a que tenía que decir "lengua". 

Al acabar la jornada, bajaba la persiana los días que le tocaba cerrar, o salía tranquilamente los días que no, y se marchaba hacia casa. Siempre hacía el mismo camino aunque había varios. Por la plazuela y el colegio, por el paseo de árboles, por las callejuelas del lado Oeste. 

Llegaba a casa, previo paso por la pastelería. Comía su trozo de tarta y un té, leía un libro. Tenía una columna de libros dispuesta en la mesita de su habitación y los iba devorando uno tras otro. A medida que acababa uno, lo dejaba en la estantería de la pared y recogía el siguiente de la mesilla. 

Veía un rato la tele. Y a dormir. 
Todos los días era así. Todos los días ocurría lo mismo, hacía lo mismo. 

Todos los días desde que decidió que la muerte de Él la había matado a ella también. 
La rutina es una muerte chiquitita y placentera que va absorbiendo a las personas hasta que las atrae y cuando lo hace, las retiene como si de una tela de araña del tiempo se tratase, y los individuos quedan absortos en la pequeña cuadrícula de la rutina que barre el tiempo hacia debajo de la alfombra de la vida. 


Y un día, todo estalla en motas de polvo. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Aún es hoy

Las uñas de los pies me brillan rojas y lujuriosas. Como si alguien las hubiera invitado a una fiesta. Desde luego yo, no.

No brilla nada más. Ni siquiera mi piel.

Las fotos de mi pared se mueven al son del viento que entra por la ventana. Este aire está confuso, medio enfadado. Yo le dejo entrar en mi habitación para que sienta el vacío que hay aquí, para que seque el sudor frío y para que haga bailar a los recuerdos. Pero aún así no se calma. Así que le susurro.

Hay un despertador que no tiene pilas, y en el que siempre son las siete menos veinticuatro. Y una hucha vacía. Yo creo que hasta la ranura se ha hecho más pequeña, ha dejado de sonreír. 

Hay unos cuantos libros apilados, haciéndome señales de humo para que les haga caso y les acaricie el lomo. Y por aquí deben estar mis gafas también. Pero es evidente que no las puedo ver. 

Y lo miro todo alrededor y me pregunto qué estarás haciendo tú ahora mismo. 

Quizás tumbado en tu cama, mirando el techo. Escuchando el mismo aire golpear contra tu persiana. Déjalo entrar, anda. Te trae un mensaje mío. 

Puede que tu habitación ya esté en la penumbra y sólo se vea el blanco de tus ojos. Es probable que tus pies descalzos hayan empujado sin ningún amor a la sábana hacia el principio de la cama. Y ahora es fácil que estés empezando a cerrar un ojo casi contra tu voluntad. Justo suena un golpe fuerte, del viento (de mí). Abres los dos ojos sin querer, del susto. Y vuelves a accionar tus párpados suavemente. Hacia abajo. 

Tu día se va a acabar y el mío sigue estando aquí. Dando vueltas por el aire y la ventana, y las fotos. Y los recuerdos y la hucha vacía y mis sábanas en su sitio y mis uñas rojas. 

Y ahora a quién le envío mensajes a través del viento.




martes, 25 de agosto de 2015

El acto heroico de intentar pararme

R. Magritte
No me pares.
Porque si no lo haces tú, no lo hará nadie. 

Y ya sabemos como acaban las historias de gente que corre y no se para: 
Bien.



Atentamente, tu yo de aquí 5 años.

martes, 9 de junio de 2015

Oro parece palabras no es

La gente está cada vez más gorda en Ciudad Plátano. Se cree que es debido a los productos vegetales que ahora se venden en los súper-mercados, tratados con demasiados productos externos y desnaturizados hasta el punto de que una cebolla puede ser rosa azul o verde, en función del color que más te haga tilín.

Quien sabe. Puede ser porque nadie camina. Antes hubo una época en que la gente cuando necesitaba reflexionar salía a pasear. Caminaba sin rumbo hasta acabarse la ciudad y luego volvía con las ideas más claras y calorías de menos. También era típico salir a pasear con las personas. Yo recuerdo de salir a pasear con buenos amigos. Solo por el mero placer de la conversación sin mirarse a los ojos. Caminar mirando hacia delante. O hacia arriba incluso. Como si las respuestas fueran a caer y hubiera que empomarlas.

Nada de eso ocurría ya. Todo el mundo tenía una gran barriga. Daba igual la edad, el sexo, la profesión o la escala social. La gente estaba aturdida. ¿Por qué parecían todos embarazados?
Chamorro Ortiz

En un intento deliberado de conocer otra versión de la realidad acudí a un viejo médico chino que vivía en un piso del centro. Fui porque me dijeron que si le dibujaba una casa me diría el día en que me iba a morir. Y si además le presentaba algunos títulos de libros inventados me explicaría más cosas sobre el futuro.

No le quise hacer el dibujo porque me gustaba la sensación de no saber. Pero sí le pregunté qué pensaba que le pasaba a nuestra gente. Y él, muy tranquilo y sabio, me dijo que el gran problema de todo el mundo en nuestra sociedad era que se callaban más de la mitad de las palabras que querían decir o expresar. Y eso les provocaba un atragantamiento en el estómago que solo era posible mantener ampliando el habitáculo estomacal.

Cuando salí de allá y quedé contigo lo primero que hice fue pegar la oreja en tu abdomen y abrazarte la cintura. ¿Decías?