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viernes, 3 de noviembre de 2017

¿Cuántas vidas tienes?

Solo cuando me hallé totalmente inmersa en ese estado de creación al que llamamos Soledad, comencé a encontrar algunas respuestas. 

A la pregunta de por qué siempre quisimos pero nunca lo llevamos a cabo. A la pregunta de qué clase de conexión teníamos que nos hacía pasar por el quirófano, cambiar de residencia o enamorarnos a la vez, en distintas partes; manteniéndonos siempre fieles a los tiempos. A los tiempos que nunca ponían nuestros caminos bajo el mismo minutero. 

A la consigna de escribirnos siempre, a pesar de las pocas cosas que nos contábamos. De todo lo que  nos mentíamos. Aunque quien sabe, quizá nos mentíamos a nosotros mismos. 

Has sido una sombra en mi camino. La sombra de quien camina hacia el atardecer. Un espacio en negro lánguido y estrecho tras de mi, acariciando el suelo que yo recién pisaba. 

Fuimos amantes, hermanos, madre e hijo, padre e hija, e incluso formamos una maravillosa familia que vivía mirando al mar. 

Me llegó toda esa información, no en forma de imágenes, sino de otra manera mucho más especial. Sin previo aviso, olí una flor y supe que reinaban en el jardín de lo que durante muchos llamamos nuestro hogar. 

En otra ocasión, sentí en la piel el mismo picor que me deshacía en lloros cuando éramos hermanos y, jugando en algún parque del mundo, caía sobre la tierra en medio de nuestro partido de fútbol y tú corrías a soplar el polvo que cubría la herida y me ayudabas a levantarme.

Supe que habías tomado mi leche cuando una noche estrellada la Luna oculta me susurró que en una noche idéntica a aquella habías probado por primera vez el sabor de la vida en mi regazo. 

Escuchando una melodía en aquel pequeño teatro escondido bajo la estación asentí con los ojos húmedos cuando me recordó que tú habías ido a verme a un teatro como ese en mi primer concierto, junto a una banda de niños que rasgaban instrumentos más grandes que ellos mismos.

Esa fue nuestra relación. Esa que no podía entender ahora. Porque precisamente esta vida, no está siendo la nuestra.

martes, 6 de diciembre de 2016

Este título era demasiado fácil

Yo no he dejado de acordarme ni un sólo día.
Ni una  sola noche.

Mi melancolía me engaña. Me envía recuerdos imborrables. Brillantes. De sonrisas y abrazos, de olas y memorias en común.

Mi razón habla y habla. Nadie le hace caso.

No hay manera de olvidar. No hay manera de asumir.
Es este maldito estado de urgencia en respirar y ver el recuerdo de la exhalación.

Pero sin haber vivido la inhalación terriblemente larga del suspiro.

¿Y a ti qué demonios te pasa? ¿Por qué no te da pena? ¿Por qué no me ves? ¿Por qué?

Como pudimos compartir algo en común, si ni siquiera en lo más esencial nos une nada. Apenas un hilo de pescar, que se  enreda. Y mata.

Muertos, estamos muertos.

Y yo no puedo enterrar el olvido. Y sobrevivo con la melancolía de los días.

Mientras tú creas recuerdos con otra. A quién tampoco harás saber lo poco que la echarás de menos.

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Salud, hermanos. Por la gente que se necesita. Sin saberlo.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Más-o-menos-bien

Yo salí a hacerme un último cigarro antes de entrar a despedirme e irme a casa. Era tarde ya, y no había bebido demasiado. (Sí, esos momentos en los que no ir suficiente borracho es el problema). Saqué el paquete y al verlo vacío lo estrujé en mi mano con rabia y me acordé de la pobre madre de Carla, que me había robado el último piti para hacerse un porro (Carla, claro. No su madre). 

Odio, odio cuando no recuerdo que ya no me quedan cigarros y tengo que decirles a mis pulmones que se esperen, que la nicotina va a tardar en llegar y que hagan lo que puedan para distraerse mientras tanto, como respirar.

Me giré a pedirle un piti al primer tío que vi a mi lado. Cuando un tío le pide un cigarro a otro tío en la puerta de una discoteca y ambos se encuentran solos, se crea una especie de vínculo de desprecio-por-todo-lo-demás en el que un cigarro es la mejor manera de cerrar una relación de amistad fuerte y efímera que dura lo que duran diez caladas. La primera con mas ansia. Al igual que la última. Como ocurre con el hola y el adiós. Está todo medido, no lo digo yo. 

Me giré a que el pavo de al lado me diera un cigarro en su infinita sabiduría de no regalar cigarros a sus amigas porretas y a odiar al mundo dentro de la discoteca, y así ocurrió: yo le pedí el piti, él me miró, sacó uno de su paquete, y me medio sonrió. 

Empezamos a fumar mirando al frente. Yo le dije que me llamaba Éric y que a veces quería que todo el mundo desapareciera y me dejara más espacio en la Tierra. Él me contestó que ojalá nunca me sintiera solo. Creo que no nos entendimos el uno al otro, pero íbamos medio borrachos y medio fumados. Así que supongo que era era la máxima conexión a la que podríamos llegar. 

En la cuarta calada apareciste tú. Doblaste la esquina y los dos nos quedamos mirándote. Tu camiseta blanca pegada, la falda volando directa hacia nuestra imaginación (puedo hablar por el otro tío, estoy seguro). Y las zapatillas esas extrañas del universo que llevabas. Dios mío, menuda friki (pensé). Y después me di cuenta de lo buena que estabas. 

Tú venías directa hacia nosotros y empecé a sentirme incómodo. Cerré mi mente de las personas como tú, que tienen ojos que perforan cabezas, y me quedé mirándote sin abrir la boca. Llegaste y le dijiste:

- Eh, Marcos, mis amigas se han pirado. Carlos es gilipollas, y yo paso de toda esta mierda y me voy a casa. ¿Y tú quién eres?- Me miraste preguntándome como si estuviera preparado para hablarte. 

Marcos dijo algo con muy poco sentido, te dio un beso en la frente, una palmada en la espalda y se largó tranquilamente arrastrando los pies por las aceras. Tú te quedaste mirándome y me pediste cigarros. Te dije que el que me fumaba era el último y te lo ofrecí. Te lo acabaste en dos caladas. 

Te dije que me iba a casa y me quisiste acompañar. Bajamos por Gràcia hasta la parada del autobús. Allí nos sentamos a esperarlo y a hablar de la vida de mierda que teníamos. Hasta que en algún momento me comiste la boca y me marcaste un gol por la escuadra que aún estoy viendo desde lejos. El bus llegó, paró, y se fue. Nosotros seguimos sentados comiéndonos las bocas. Como si nunca lo hubiéramos hecho. Como esas cosas que uno al día siguiente ni siquiera quiere recordar porque le da vergüenza. 

Después de dos autobuses nos levantamos y te propuse caminar. Llegamos hasta mi casa, que estaba más cerca. Di por hecho que ibas a entrar, y tú diste por hecho que yo te iba a invitar. 

Después del polvo raro nos quedamos mirando hacia el techo como quien se ha vuelto loco y de repente vuelve a ver con lucidez. Con ojos que suplican perdón y manos que suplican cigarros. 

- Tío, deberíamos montarnos una banda. ¿Tú sabes tocar algún instrumento?

Te dije que no, y me dormí. Yo diría que pasé un brazo por tu barriga y me quedé dormido así, abrazando tu cuerpo mientras tú seguías mirando al techo.

Y al día siguiente ya no estabas.

Mi vida se reduce al contenido de este disco

martes, 15 de septiembre de 2015

Las horas que perdemos y no deberían contar

Viniste hacia mí y me dijiste que el agua estaba buena, bueno. "¡Buenísima! ¡Casi tanto como tú!". Intentaste sacarme una sonrisa con la gracieta típica, pero todo lo que obtuviste fue una mirada de desprecio absoluto y un olor a sarcasmo brutal. Aunque no llegué a abrir la boca. Tú te imaginaste lo que hubiera dicho y yo di por hecho que tú ibas a imaginarlo. 

Te sentaste a mi lado con resignación y abriste el libro. Leíste apenas dos minutos, y lo dejaste de nuevo en la arena. Y sentado como estabas de cara al mar, a mi lado, me miraste y apoyaste la mano en mi muslo. Yo hice como si no sintiera tu mano reposar en mi pierna. No te atreviste ni a acariciar. 

Yo me levanté sin avisarte, a ti ni a nadie. Me dirigí al mar y me metí hasta que la nariz me tocaba la superficie del agua. Empecé a flotar, haciendo el muerto. Sintiendo el agua entrando y saliendo de mis oídos. Mirándome a duras penas los dedos de los pies, con las uñas de rosa. Y sacaba pecho para no hundirme. Para que no me hundieras. 

Tú decidiste acertadamente dejarme sola todo el rato dentro del agua. Cuando salí, te quedaste mirando como iba llegando hacia las toallas. Me hiciste una media sonrisa a mi llegada, pero yo ni te miré (te miré, pero no te miré, por eso sé lo de la sonrisa). Y me tumbé boca abajo. Con la cara mirando hacia el otro lado. El que no era el tuyo. Y me solté la cuerda del bikini para que el sol me secara y lamiera con su lengua negra. 

El mundo no está hecho para los orgullosos. 

Nos quedamos así hasta que caí profundamente dormida, y volví a despertar una hora más tarde. Tú leías y fumabas ensimismado. Cuando me até el bikini y me levanté con cara de no saber, me miraste sin poner ninguna cara. Me dijiste que nos íbamos. Yo asentí y nos vestimos lentamente. 

Quitamos la arena de las toallas, cada uno de la suya, haciéndola bailar al viento. Nos pusimos las toallas al cuello. Y caminamos uno detrás de otro, en procesión, hacia el paseo de maderitas y las duchas de pies. 

Cuando llegamos al coche tú me dijiste que preferías irte a pie. Abrí la boca para recriminarte, para alegar algo. Pero no tenía derecho a decir nada. Volví a asentir y entré en el coche sin despedirme ni decirte nada. 

Tú bajaste la cabeza y, arrastrando las chanclas, te largaste en dirección contraria a la que yo me iba alejando con la música alta y en segunda, todo el rato, como si me quisiera ir lenta y mecánicamente para que te fuera más fácil mirarme. Aunque no lo hiciste. 

Se nos había pasado el cabreo, hacía rato. Pero yo me dejaba llevar por la sensación esa que se abalanza sobre uno y le hace estar alerta. A la defensiva por si una nueva oleada de ataques palabrísticos se dirigía hacia mi. 

Y tú, como siempre, no estabas enfadado. En realidad, ni siquiera estabas. Estaba tu cuerpo, pero tu mente estaba en otro lugar, en el mismo, seguramente, al que yo había enviado la paciencia y las cosquillas. 

Y de aquella tarde recuerdo únicamente dos cosas. La sensación de morirse de soledad en el mar, y la de alejarse en un coche que no se quiere ir, pero lo hace porque espera que alguien lo frene y no lo hace. Y cuando llegué a casa pinté la palabra Orgullo en la palma de mi mano y la miré un rato largo.

lunes, 1 de junio de 2015

Flores de cactus

Éramos como dos pajarillos encerrados en una jaula lo suficiente grande como para no pensar demasiado en la libertad. Teníamos el aletear acostumbrado a no llegar demasiado alto. Pues la cabeza nos tocaba el techo y aquello nos producía escalofríos. La desagradable sensación que sólo puede sentir quien sabe que puede seguir hacia arriba, volar más alto, pero algo duro y aparentemente fuerte se lo impide. Como una cúpula de metal con vistas a las nubes. 

Alguna vez habíamos salido a volar. Habíamos sentido el aire en la cara y el mundo a nuestros pies. Pero aún así seguíamos sin saber cuan era de grande el espacio que separaba nuestra existencia de todo lo demás. Y como no lo sabíamos y no parecía verdad que lo fuéramos a descubrir, acabamos volviendo a la jaula que nos guarecía del frío y de los complejos como la desastrosa ansiedad y la desidia al ver pasar el tiempo más rápido de lo que nuestras alas eran capaz de moverse. Allí siempre había comida. Pero sobre todo, siempre estábamos juntos. En la inmensidad que nos ofrecía todo lo de afuera no encontrábamos lo único que hacía valer la pena estar dentro: el cariño. El calor. El amor. Llámalo equis. O llámalo eso que hace que todo lo demás carezca de importancia. 


De vez en cuando, mientras yo me columpiaba en el balancín y tú te limabas el pico hablábamos sobre cómo sería vivir afuera en forma de unidades indivisibles De uno en uno. Salir, establecer un nuevo camino lleno de dificultades que sortear. Llegar a conocer la verdad suprema de sentirse libre. Sentirse parte de los paisajes más recónditos y probar las aguas mágicas de países impronunciables, y casi invisibles. 

Uno lo decía y el otro asentía, o se quedaba ensimismado mirando entre los barrotes. Luego, al otro día era el otro quien lo comentaba. Y así se sucedían nuestros pensamientos y dudas mientras lo único que no se rompía era el pequeño pero inquietante rumor de la separación. 




"Pero si estamos bien".