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martes, 29 de agosto de 2017

Anto

Cuando Anto llegó yo ya la esperaba sentado en la mesa del restaurante. Me había pedido una copa de vino y fumaba sin ganas leyendo las últimas páginas de Kafka en la orilla. 

A pesar de que me hubiera sobresaltado, no tardé en sentir que ya había llegado, y cuando alcé la vista estaba a un par de metros de mi. 

Sonreímos los dos como si lleváramos mucho tiempo esperando este momento. Quizás así era.

Se pidió una cerveza sin preguntarme siquiera si yo necesitaba algo más. Ella era así, no preguntaba nada. Solamente actuaba y esperaba que los demás se cuidaran solos, como hacía ella misma.

Fue extraño verla de nuevo sentada frente a mi. Le había cambiado algo en la cara. O quizás era algo más general, más intangible. 

Como si se hubiera llenado de luz. Como si hubiera viajado hacia el centro de ella misma, hubiera hablado con los sabios, y hubiera vuelto renacida de sus propias cenizas. 

Joder, me daba mucha envidia. Y mucho amor. Deseaba abrazarla y que me diera todo el calor que irradiaba su cuerpo. Acariciar su piel. Pedirle que ella me acariciara a mi. 

Pero en vez de eso sonreí, le conté mi viaje y la invité a venir a la exposición de mi obra que se inauguraría la siguiente semana. 

Ella apenas hablaba, solo me miraba sonriente. Su mirada ya no era la de antaño. Seguía siendo una mirada profunda, pero esta vez no juzgaba. Solamente miraba expectante el espectáculo que yo debía ofrecerle. Un montón de palabras bañadas por miedos y fracasos, esperanzas y probablemente algún sueño. No sentí vergüenza. Deseé que comprendiera que la necesitaba. 

Pero ella no dio señales de haber entendido nada ni mucho menos de hacerse cargo. 

Tras la  segunda copa, su mirada se desvió por primera vez en la noche de mi. Miró alrededor como si no se hubiera fijado nunca, buscando detalles, apoyando la barbilla sobre su mano. 

Más tarde pidió la cuenta. 

Se despidió de mi con un beso y un largo abrazo. Sentí que me caían las lágrimas. Qué carajo, no estaba ni triste. Era solo ella. 

No la volví a ver. 

martes, 23 de agosto de 2016

Lazuli

Pongamos que de fondo sonaba Los Invisibles, de Ismael Serrano. 

Para invisibilidad la nuestra. En medio de una cierta oscuridad, cómplice de nuestras conversaciones y vicios, ha irrumpido una Luna tan bella que la conversación se ha detenido y nos hemos puesto a contemplar el momento ese que no iba a volver. La Luna ascendiendo, lenta y gigante. Las olas más ruidosas que nunca en nuestros oídos, y esa canción de fondo que no paraba. 

U contaba anécdotas, como cuando fue a celebrar la Navidad con su hermana, el año en que ella trabajaba de camarera en un restaurante a orillas del mismo mar que ahora contemplábamos. Hizo  un picnic con la mamá de ambos, acompañando en las sombras a su hermana e hija el día más cálido del año, a pesar del frío de afuera. 

L hablaba también de como ella y su hermano se escondían a horas intempestivas en el armario de la habitación grande a ver en una pequeña tele su serie favorita. Sus papás nunca sabrán la razón de los bostezos de ambos niños todos los jueves a primera hora.

Solamente el hilo de voz del narrador y el estruendo de risas de a continuación rompían aquella atmósfera que el oleaje había creado.  

Yo he recordado momentos en los que hubiera deseado vivir éste. 


jueves, 17 de diciembre de 2015

Las mañanas.

Por primera vez desde hacía días, tenía una mañana para mí.

Madrugué.

Sólo para ver a los niños de las manos de sus madres, padres, hermanos o abuelos ir al colegio.

A lo largo del día se van sucediendo los olores de las horas. Y el de las ocho de la mañana me inspira unos sentimientos muy especiales. Limpios. El del café se mezcla con el del sueño, y juntos impulsan a las ganas, que se deslizarán minuto a minuto hasta que llegue de nuevo la hora de acostarse, y las ganas hayan desaparecido paulatinamente y el olor a café haya mutado en un olor a gastado, a cansancio, a desgana. El de las doce, el cambio de un día en otro, es un olor absolutamente antagónico al de las ocho de la mañana. No sabría expresarlo mejor. 

Me senté junto a la ventana, con la bata anudada con todas las fuerzas del frío mañanero en diciembre, y el tazón con el café apoyado en las rodillas.

La gente caminaba, al otro lado de la ventana, con prisas. Por llegar, por vivir, por acabar. Quien sabe. No me gustan las prisas. Según el calendario chino estoy en mi cambio de año, por lo que ahora mismo soy muy vieja de alma. Quizás tiene que ver con eso. 

Me puse la música y flotaba por toda la casa. Junto al baño de luz que otorgaba el sol, creó un ambiente de ensueño de esos que duran pocas horas y que suele romper una llamada de teléfono o un mal pensamiento. Un momento de esos por los que vale la pena vivir. Unas pocas horas de tranquilidad, sosiego y descanso. 

Me acerqué a la biblioteca. Recorrí con las manos los lomos de los libros. Me apetecía leerlos todos. También se me ocurrió hacer un poco de ejercicio sobre la esterilla junto a la gran ventana el comedor. 

Finalmente, decidí seguir recostada en el sofá. Mirando a la nada. Pensando en apenas nada. Escuchando la música recorrer la casa y mi cuerpo. 

Sentir los latidos de mi corazón. Como el galope de un caballo que lleva horas haciéndolo y ya no siente el golpe del suelo contra sus patas. Ya no siente más que el viento en el hocico. 

Se pasaron las horas. Alguien dirá que no hice nada ese día. 

¿Qué hicieron ellos?