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miércoles, 29 de junio de 2016

Mi Tercer Yo

A menudo necesitamos darle voz al inconsciente para sacudir nuestro cerebro. 

Desafortunadamente lo hacemos sin querer y no lo controlamos (¿acaso alguna vez pudimos?). Y aparece el Tercer Yo que no enseñas al mundo (tenemos tres caras según la cultura japonesa y algunas teorías psicológicas). 

Ese Yo lo tenemos escondido de todos, incluso de nosotros mismos.

La otra noche mi Tercer Yo me habló. Se desperezó y se quitó las legañas de los ojos mientras me miraba con una cara entre divertida y aterradora, casi grotesca. De superioridad. ¡Ja! Me dijo. 

Yo intenté aguantarle la mirada lasciva y profunda que tenía, pero me fue imposible. A los pocos minutos la habitación estaba fría como la muerte y mi cerebro absolutamente aturdido. 

Me quedé  a un lado, apoyada en la pared. Me había rendido antes de empezar. 

Mi Tercer yo me sacó los fantasmas de la chistera con tan sólo tres palabras. Y la memoria, infiel compañera como mi Primer Yo, me jugó una mala pasada y me dejó sola. 

-Nunca confíes en una Infiel-

De repente apareció tu voz. Sin embargo era su cara la que tenía delante. Mis manos se tornaban ásperas. Me faltaba la saliva. Las palabras me salían torcidas. 

No fue una pesadilla. Fue una revelación. 

Dale voz al  insconsciente. Y después no pidas perdón.






martes, 24 de noviembre de 2015

Piernas para qué os quiero si tengo alas para volar

Lola recitaba los versos riéndose del mundo mientras yo bebía cerveza para que me calentara el malestar. Le conté que tenía miedo de irme a dormir. 

- Es por las pesadillas, ¿sabes? Me levanto con sudor y temblores.

Ella me dijo que por una noche, podía dormir en su cama. No lo entendí bien, qué gilipollas. No se refería a nada sexual. Sólo me invitaba al calor de su cuerpo contra el mío en una noche de pesadillas y pocos grados. Aceras húmedas, suelos helados.

Quería. pero no sabía como aceptar la oferta. 

- ¿Lo dices en serio?- Asintió.

Sus preciosos ojos negros eran inconfundibles. Mirar esa negrura era intentar navegar en un mar de dudas. Le sonreí y le mandé un gracias mental. Seguro que le llegó. 

Nos acabamos esa cerveza y dos más. Cuando nos mataba el sueño y el nerviosismo tonto se había ido, le abrí la puerta de su habitación y ella entró. Miró la cama y luego me miró a mi. Luchaba por no empalmarme y echarlo todo a perder. 

Me dijo que me acostara yo dentro porque ella se levantaría antes. Así lo hice.

Se cambió la camiseta de espaldas a mí. Tenía una espalda muy fuerte. Era una chica muy fuerte. Se puso la camiseta de entrenar, la más fina que tenía, y se tendió junto a mí. Me dio un beso en la frente. Me dijo que descansara, que en su cama no habían pesadillas. 

Tristemente, me lo creí. Necesitaba todo aquello como si fuera un niño de cuatro años. No me había empalmado. Estaba un poco extraño, pero era por el calor de una mujer a mi lado después de tantos meses sin rozar la piel suave de nadie. 

Lola me preguntó si apagaba la luz. Le dije que claro. Yo me quedé tendido hacia arriba y ella, sin ningún tipo de apuro, me abrazó el pecho y apoyó su cara muy cerca de mi oreja. 

Respiré hondo muy lentamente. Buenas noches. Me dijo. Le contesté que muchas gracias. Solamente suspiró. Acaricié su brazo y al momento yo también confundía la oscuridad de la habitación con la de mis sueños, y parecían los ojos de Lola. 




viernes, 21 de agosto de 2015

Esclat de paraules no dites

Esta noche ha sido extraña.

Todas lo son, desde hace un tiempo a acá. Pero está también.

Arthur Hent 
Me acosté con una sensación extraña en la boca, venía de debajo de la lengua. Era algo así como arrepentimiento, o se le parecía. De haber, o no haber hecho algo. Me lavé los dientes, pero el cepillo no llegaba a los rincones más oscuros, así que no pude vomitar esta maldita sensación como sí lo hice con la pasta y  grumos sobrantes de mi limpieza nocturna. 

Estuve dando vueltas en la cama, apreciando cada uno de los momentos que no había vivido durante el día, pero que de alguna manera había sentido, justo antes de taparme con la sábana rasposa de tanto lavarla para que se vayan las pesadillas. 

Seguía dando vueltas. 

No había oscuridad, así que no era miedo.
Corría el aire lentamente, pero corría, como cansado. Así que tampoco era calor.
Nadie amenazaba a la noche obligándola a nada gritando ahí bajo en la calle. Tampoco era el silencio.

¿Y qué era? 

Pero no, no dormía.

Las piernas me molestaban solo para recordarme que existían y mientras me acordaba de noches pasadas y de almohadas que ahogaban gritos de dolor, y me relajaba; he sentido la punzada. Justo en el centro de la planta del pie. Mierda. 

He buscado algo punzante entre la penumbra para poder rascarme el pie. La pared rugosa no servía, mi pie tiene un puente demasiado prominente. 

He encontrado mi collar de la raspa de pescado. Y con la cola, me he rascado todo el pie hasta que me he cansado de rascar y el placer empezaba a convertirse en algo casi molesto. Ningún placer dura más de dos minutos. 

Antes de empezar a cerrar los ojos me he acordado de algunas cosas. No eran buenas ni malas, solo cosas. Y de tí. Solo tú, nada bueno ni malo.

Sabía que me dormía cuando las rodillas se molestaban la una a la otra y la pared fresquita cerca de la cara me resguardaba de todo tipo de bestias y monstruos nocturnos.

Hasta el sueño. 



Y después el despertar. De tanta luz y de tanto existir (tú) o (yo).