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lunes, 27 de noviembre de 2017

La puerta de entrada

Recordé amargamente aquella noche en la que su maldito magnetismo nos dejó a todos al borde de un pozo oscuro y frío al que, mucho de nosotros, caímos para siempre. 

Yo en aquél tiempo tenía pensamientos-cortina, esa especie de razonamientos sobre cualquier cosa banal que una persona deja caer sobre su mente para ocultar sus verdaderos pensamientos vitales, los que hacen a uno llorar como un niño desconsolado, o introducirse en el cosmos en expansión del que es imposible salir. 

Pero ella, que por lo demás no era consciente de su poder, siempre apartaba la cortina con la mayor naturalidad y se preguntaba por qué tenía tantos pensamientos amontonados ahí detrás, llenos de polvo y misterio, y no comenzaba a ordenar todo aquel desastre intelectual. 

Aquella noche habíamos preparado una fiesta en casa. Una fiesta con ponche, pinchos de tortilla, cerveza fría, panecillos con distintas salsas, vozka malo y ríos de mariguana. 

Ella, con su forma habitual, me había apartado la cortina y me lamía algunos pensamientos tan dolorosos que apenas podía sentir nada. 

Fumaba con una gracia inexplicable cigarrillos que no le duraban nada, porque siempre aspiraba y sacaba el humo rápido, sin tragarlo, solamente porque fumar le parecía un acto más de su naturaleza y no estaba interesada en morir de cáncer. 

Pero aquella noche no fue como otras fiestas de esa índole. En algún momento de la velada, tarde, llamaron al timbre y apareció un joven con un jersey de lana dos tallas más grandes y una leve sonrisa. Cuando lo vio aparecer en la sala, ella me dejó y se fue a su encuentro. 

Le miró, se sonrieron, y comenzaron a hablar como si no hubiera nadie más a su lado. De repente ya no estaban en la fiesta. Estaban en una fiesta para dos, ambos situados en una mesa redonda, comiéndose las miradas, absorbiendo los pensamientos del otro, sonriendo como bobalicones que al fin encuentran a otro loco con quien sentirse libres. 

El tiempo fue pasando y mi dolor de cabeza fue en aumento. En algún momento me arrastré hacia la cama y me dejé caer boca bajo sobre el colchón, la cama sin deshacer, la ropa sin quitar. Como muerta. 

No sé cuantas horas pasaron desde que caí dormida y desperté en la negrura de la casa, la fiesta había acabado, yo estaba sola en la cama y a estas horas lo único que se me ocurría que podría salvarme era acurrucarme en su cama y esperar que me abrazara con una de sus piernas y me acariciara el brazo. 

Caminé hasta su puerta, cerrada como siempre. Junto a ella, había otro joven que, aún vestido y con cara de susto, escuchaba al otro lado lo que ocurría en la estancia. Me dio pena y repugnancia a la vez, pero esos pensamientos se esfumaron cuando me di cuenta de que aquél escuchaba la puerta porque no se había atrevido a entrar. 

Ella no estaba sola. El joven se había quedado dentro de su cabeza y ella lo había invitado a su pieza. Ambos gemían, o fue producto de mi imaginación. Con el otro bobalicón al otro lado de la puerta, al lado que yo me encontraba, no pude sentirme menos dichosa y sola. Nos habían cerrado la puerta y ya no había nadie que me abrazara en mi soledad ni corriera mi cortina.

Sentía muchas ganas de llorar. Eché al otro loco diciéndole que si no le daba vergüenza, él desesperado me preguntaba si ella andaba con alguien, ingenuo y tonto. Le dije que si no era obvio. Su estrechez de mente no le permitió preguntarse qué hacía yo también en mitad de la madrugada mendigando algo tras aquella puerta que siempre llevaremos en nuestro corazón. 

Ambos volvimos cabizbajos a nuestras solitarias habitaciones mientras ella estaba en otra dimensión, comenzando un juego del que nunca jamás se zafaría.

martes, 21 de noviembre de 2017

Valeria y la soledad

Un día Valeria se despertó feliz.

Nunca había sentido esa serenidad llamada felicidad. No es que estuviera eufórica, no canturreaba por la calle ni sonreía a todo el mundo con cara de estúpida. No era eso.

Pero ella se levantaba y se sentía feliz.

Cada mañana, cuando se cepillaba el pelo frente al espejo, o se miraba la cara cambiar, día a día, mientras se convertía en adulta. Esa era la señal. Las facciones de la cara se modificaban y daban lugar a una nueva persona que la miraba desde el otro lado del espejo, con cara de expectación y una leve sonrisa. Ella no podía sino sentir una inmensa sensación de respeto.

Sin embargo, a pesar de la felicidad que sabía que la abrazaba, se sentía sola. No le hacía mal, como hubiera podido pensar en otras ocasiones. Tampoco esa era la causa de su felicidad. Pero se sentía sola.

No tenía relación con sus amistades, escasas pero justas, certeras. Tampoco con sus idas y venidas por la ciudad enorme y temblorosa. Ni con su relación con los libros que semanalmente engullía como una fuente de conocimiento y sentido de la vida. No tenía relación tampoco con quien dormía a su lado cada noche.

Se sentía sola porque cuando se miraba al espejo, esa otra persona que la miraba y a la que ella respetaba cada vez más, le recordaba que estaba sola.

Saberse solo en este mundo no es tampoco una novedad. Nacemos y caminamos hacia la muerte con una única sombra como compañera inseparable.

Pero para ella reparar en aquel pequeño detalle de su existencia era notablemente importante en su estado de felicidad. Casi una necesidad.

Y así, iba y venía entre quehaceres del día a día, caras conocidas, amistades y demás obligaciones sociales que cualquier mortal inmerso en el mundo común y corriente de una ciudad intermitente encontraba en su día a día.

Pero siempre, al llegar a su casa, encontrarse en espejo del ascensor, se miraba y lo veía al instante: soledad.


domingo, 28 de agosto de 2016

Fósforos

El amor, la salud, el trabajo (que equivale a dinero o a la virtud, o a ambos a la vez), la paz (interior, obviamente), la felicidad, el letargo de la espera terrenal o, sencillamente, una incalculable fe hacia lo que no se ve, ni se oye, pero indudablemente se siente.

Estas son algunas de las cosas que la gente (que lo piensa) espera de esta vida. Los que no lo piensan, alabados sean ellos por su ignorancia bendita, serán lo adecuados para formar el escenario de Los Conscientes. Actores de poca monta que sonreirán o llorarán mientras no se lamentan de nada más que cualquier superficialidad, seguramente obscena.

Mientras tanto, los conscientes se engañarán a sí mismos creyendo que su vida tiene algún sentido porque así se han encargado ellos mismos de dárselo. Los otros conscientes, los perdidos, acabarán seguramente borrachos o escritores (o ambos sucesivos), arrodillados en el muro de las lamentaciones de la vida. Quién sabe si lloran de miedo o ríen sarcásticos ante este juego en el que nadie más que dos o tres ascendidos consiguieron ganar la partida.

Hablo de Jesús, por supuesto. Buda. Pepe Mujica. Pocos más.

Darle sentido o no, no hace menos lúgubre el camino. Pero lo alimenta de emoción y pasiones, dos de los sentimientos que más adeptos tienen cada día.

Y no hablo de los dependientes de las drogas como la felicidad o el victimismo estudiado. Hablo de los que sólo sienten que viven si sienten. Precisamente. Esos locos que esperan y aceptan de buen grado que cualquier mínimo atisbo de crisis (cambio), les resulte como una bofetada de vida.

Extraño, ¿no es cierto Cigarrita? En cualquier caso, se refugien donde se refugien los Conscientes, no quedan libres de la ironía del vacío existencial.

Por mucho amor que uno acepte y regale, o salud que rebose, algún día el peso del tiempo le revelará lo que siempre se encargó de esconder.

La vida tiene el mismo sentido que una caja de cerillas.

martes, 12 de abril de 2016

Esto es una canción

"Te encanta el olor a desdicha,
el síndrome de Tristeza,
y no puedes parar"


Cuando me dijiste que el Karma me lo devolvería y lo pasaría mal ni siquiera eras consciente de la fuerza de aquellas palabras y de que, por alguna razón que quiero desconocer, se cumpliría tu deseo.

No sé por qué dudé en algún momento. A ti te sale siempre como quieres, eres de ese tipo de personas. Este caso no iba a ser una excepción. 

Las cosas me fueron como esperabas. O quizás no, porque tampoco lo sabrás nunca con exactitud. Es mejor así. Guardar la mierda debajo de la alfombra. 

Y aquí estoy. Sigo viva, ya ves. Nos rompen las promesas y los sueños, nos decepcionan, nos convertimos en sombras de lo que íbamos a ser, y sin embargo seguimos vivos. Así somos. 

Las relaciones son un columpio sube-y-baja. Es difícil encontrar el equilibrio. Lo más fácil es que uno se encuentre arriba y el otro abajo. Y en algún punto en el que ambos están trabajando de igual manera, se encuentra el eje horizontal. Tú y yo nos columpiamos largo rato. Arriba, abajo. A veces en el centro. 

La última vez que estuviste abajo tú te bajaste del columpio sin avisar. Y yo caí en picado contra el suelo. 

Aún así no me levanté. Seguí allí sentada esperando a que algo ocurriera. No podía ser que ninguna fuerza equilibrara esto. 

Me fue mal esperando a que volvieras. A que volviera alguien. Pero entonces, tras largas horas de espera y desidia, decidí moverme. 

Me senté justo en el centro del balancín. El culo en el centro exacto. Es difícil mantener el equilibrio solo, pero es mejor que esperar que otros lo hagan por ti. 




Me fue mal, como deseaste. Prueba a desear otra cosa, valiente. 

viernes, 18 de diciembre de 2015

El poema en el poema

Ya no me anima ni Paco de Lucía.

Ni ver tu nombre escrito.
No me anima el tiempo.
Ni las calles bonitas.
No me anima la brisa.
Ni las patatas fritas.

Ya no me animan ni los poemas.
Ni las horas que me quedan.
No me anima la playa,
ni las gaviotas en su orilla.

En serio, no sé qué me pasa.
Ya no me anima nada.

¿Dónde estarán mis ganas?
¿De verdad se han ido?
Con la niña esa que camina ahí delante.
Escondiéndose de a poco sin mirarme.

Le da miedo girarse
y verme suplicar.
Las súplicas ya no sirven,
ni a los cacos,
ni a los infieles.

Mis ganas se han ido.
Alguien las vio en una cáscara de pistacho
navegando riachuelo abajo.
La niña de ahí delante sigue la corriente
no quiere que su barquito se choque.

Se van las ganas,
y el barquito,
y la niña.

Y me dejan aquí.
Tan sola.

Ni Paco de Lucía me anima.
Paco, dame palmas.
No quiero sentirme sola.
Quiero que me des palmas,
y que me vengan las ganas.

Las ganas se han ido,
las lleva un pistacho.
Una niña corre tras ellos.
Si vuelven, Paco,
si vuelven,
dame palmas. Que yo bailo.

martes, 15 de septiembre de 2015

Las horas que perdemos y no deberían contar

Viniste hacia mí y me dijiste que el agua estaba buena, bueno. "¡Buenísima! ¡Casi tanto como tú!". Intentaste sacarme una sonrisa con la gracieta típica, pero todo lo que obtuviste fue una mirada de desprecio absoluto y un olor a sarcasmo brutal. Aunque no llegué a abrir la boca. Tú te imaginaste lo que hubiera dicho y yo di por hecho que tú ibas a imaginarlo. 

Te sentaste a mi lado con resignación y abriste el libro. Leíste apenas dos minutos, y lo dejaste de nuevo en la arena. Y sentado como estabas de cara al mar, a mi lado, me miraste y apoyaste la mano en mi muslo. Yo hice como si no sintiera tu mano reposar en mi pierna. No te atreviste ni a acariciar. 

Yo me levanté sin avisarte, a ti ni a nadie. Me dirigí al mar y me metí hasta que la nariz me tocaba la superficie del agua. Empecé a flotar, haciendo el muerto. Sintiendo el agua entrando y saliendo de mis oídos. Mirándome a duras penas los dedos de los pies, con las uñas de rosa. Y sacaba pecho para no hundirme. Para que no me hundieras. 

Tú decidiste acertadamente dejarme sola todo el rato dentro del agua. Cuando salí, te quedaste mirando como iba llegando hacia las toallas. Me hiciste una media sonrisa a mi llegada, pero yo ni te miré (te miré, pero no te miré, por eso sé lo de la sonrisa). Y me tumbé boca abajo. Con la cara mirando hacia el otro lado. El que no era el tuyo. Y me solté la cuerda del bikini para que el sol me secara y lamiera con su lengua negra. 

El mundo no está hecho para los orgullosos. 

Nos quedamos así hasta que caí profundamente dormida, y volví a despertar una hora más tarde. Tú leías y fumabas ensimismado. Cuando me até el bikini y me levanté con cara de no saber, me miraste sin poner ninguna cara. Me dijiste que nos íbamos. Yo asentí y nos vestimos lentamente. 

Quitamos la arena de las toallas, cada uno de la suya, haciéndola bailar al viento. Nos pusimos las toallas al cuello. Y caminamos uno detrás de otro, en procesión, hacia el paseo de maderitas y las duchas de pies. 

Cuando llegamos al coche tú me dijiste que preferías irte a pie. Abrí la boca para recriminarte, para alegar algo. Pero no tenía derecho a decir nada. Volví a asentir y entré en el coche sin despedirme ni decirte nada. 

Tú bajaste la cabeza y, arrastrando las chanclas, te largaste en dirección contraria a la que yo me iba alejando con la música alta y en segunda, todo el rato, como si me quisiera ir lenta y mecánicamente para que te fuera más fácil mirarme. Aunque no lo hiciste. 

Se nos había pasado el cabreo, hacía rato. Pero yo me dejaba llevar por la sensación esa que se abalanza sobre uno y le hace estar alerta. A la defensiva por si una nueva oleada de ataques palabrísticos se dirigía hacia mi. 

Y tú, como siempre, no estabas enfadado. En realidad, ni siquiera estabas. Estaba tu cuerpo, pero tu mente estaba en otro lugar, en el mismo, seguramente, al que yo había enviado la paciencia y las cosquillas. 

Y de aquella tarde recuerdo únicamente dos cosas. La sensación de morirse de soledad en el mar, y la de alejarse en un coche que no se quiere ir, pero lo hace porque espera que alguien lo frene y no lo hace. Y cuando llegué a casa pinté la palabra Orgullo en la palma de mi mano y la miré un rato largo.