APARTADOS

martes, 21 de noviembre de 2017

Valeria y la soledad

Un día Valeria se despertó feliz.

Nunca había sentido esa serenidad llamada felicidad. No es que estuviera eufórica, no canturreaba por la calle ni sonreía a todo el mundo con cara de estúpida. No era eso.

Pero ella se levantaba y se sentía feliz.

Cada mañana, cuando se cepillaba el pelo frente al espejo, o se miraba la cara cambiar, día a día, mientras se convertía en adulta. Esa era la señal. Las facciones de la cara se modificaban y daban lugar a una nueva persona que la miraba desde el otro lado del espejo, con cara de expectación y una leve sonrisa. Ella no podía sino sentir una inmensa sensación de respeto.

Sin embargo, a pesar de la felicidad que sabía que la abrazaba, se sentía sola. No le hacía mal, como hubiera podido pensar en otras ocasiones. Tampoco esa era la causa de su felicidad. Pero se sentía sola.

No tenía relación con sus amistades, escasas pero justas, certeras. Tampoco con sus idas y venidas por la ciudad enorme y temblorosa. Ni con su relación con los libros que semanalmente engullía como una fuente de conocimiento y sentido de la vida. No tenía relación tampoco con quien dormía a su lado cada noche.

Se sentía sola porque cuando se miraba al espejo, esa otra persona que la miraba y a la que ella respetaba cada vez más, le recordaba que estaba sola.

Saberse solo en este mundo no es tampoco una novedad. Nacemos y caminamos hacia la muerte con una única sombra como compañera inseparable.

Pero para ella reparar en aquel pequeño detalle de su existencia era notablemente importante en su estado de felicidad. Casi una necesidad.

Y así, iba y venía entre quehaceres del día a día, caras conocidas, amistades y demás obligaciones sociales que cualquier mortal inmerso en el mundo común y corriente de una ciudad intermitente encontraba en su día a día.

Pero siempre, al llegar a su casa, encontrarse en espejo del ascensor, se miraba y lo veía al instante: soledad.


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