APARTADOS

lunes, 10 de marzo de 2014

Instantes de placer

Hace tiempo que me fijo en ciertos momentos y me doy cuenta de lo intensamente que los siento en el mismo momento que ocurren. No posteriormente, como es lo normal. Como cuando vas un poco tocado y te dices a ti mismo 'como mola este instante, espero que mañana me acuerde de todo'. Que al día siguiente lo recuerdas,  y tampoco era para tanto... claro. Pero bueno, eso es otro tema.

Tiene mucho que ver el tema del cine, que últimamente no sé qué me pasa pero lo tengo muy presente. Supongo que porque es una manera de evadirse un poco. Tanto baloncesto y tanta historia... por algún agujero habrá que respirar. 

El caso es que desde que revisioné The Royal Tenenbaums (de Wes Anderson, 2001), me di cuenta de que hay momentos en la vida que realmente pasan a cámara lenta. Porque ocurren en cuestión de segundos, ninguno dura más de dos o tres minutos, pero nos hacen sentir tan bien, tan vivos, que parece que alguien esté jugando con el tiempo y lo esté estirando para darle a los instantes esenciales la importancia que se merecen.



A mi no es una cosa que me pase a menudo, claro está. Ni a nadie, creo. Pero justamente este fin de semana me encontré tres momentos que ocurrieron a cámara lenta. El tiempo se detuvo más de lo normal, se ralentizó. Me dio para pensar en lo que estaba sintiendo en ese momento, a valorar la importancia que tenía que ello ocurriera, y hasta en alguno de ellos tuve para tener un fugaz pensamiento y que viniera a mi una imagen mental diferente, fruto de lo que había relacionado con el 'ahora'. Es un poco complicado (o no, pero me explico mal), así que voy a pasar a explicarlos.

El primero de ellos ocurrió el sábado por la tarde. Después de los dos partidos mañaneros, mis pequeñas y sus padres organizaron una calçotada (algún día haré una revisión de ésta a lo Miedo y asco en las Vegas). Como yo llegué más tarde, y se me olvidó el mapa para llegar a la casa, cogí el coche, me puse la música y me dejé llevar hasta donde pensaba que me habían dicho. Al final, llegué cerca de la zona sin ayuda, pero en un momento tuve que llamar para que me ayudaran, porque solo veía acequias, caminos de tierra y casas. 

Cuando me guiaron de nuevo, comencé a recorrer los caminos más lentamente, para fijarme en los detalles que me habían pedido. Hasta que en un momento, esperando encontrarme a uno de los padres que había salido a mi encuentro, me di con tres de mis niñas que andaban por ahí jugando. En cuanto me vieron, comenzaron a saltar y a reír, a llamar a su padre y decirle "que está aquí, ya está aquí". No pararon de gritar y reír. Una me hizo con la mano un gesto como de que las siguiera. Y yo, llevaba la música tan alta que no oía nada. Solo sentía el sol, veía la bucólica y amarilla (por los campos) escena desde dentro del coche y comencé a seguir a las tres niñas. Ellas corrían y corrían, pero yo iba tan lenta, que para mi todo estaba pasando de otra manera. Las veía correr delante de mi, sin mirar atrás, y el sol pegando, que le daba a todo un toque primaveral. Y la música. Bloc Party era. Se me pusieron los pelos de punta y me di cuenta de que la felicidad se sirve en instantes así. En ver a los niños emocionados, risueños. En que alguien, en un momento determinado y aunque muy cortito, solo quiere que estés justo ahí. Y te quiere a ti. Todo acabó cuando llegué al lugar y aparqué. Pero aún tenía los pelos de punta. 

El segundo y tercer momento ocurrieron el domingo. Uno de ellos fue durante la Carrera de la Dona. Habíamos organizado al club de bàsquet para que vinieran muchas jugadoras a correr la carrera. Algunas de mis niñas y sus hermanitas también estaban ahí. Cuando comenzamos a correr, mi grupo se cogió de la mano y comenzaron a correr todas cogidas. Nosotras les decíamos que no se cogieran, que iban a estar desagusto. Pero ellas no nos oían. Corrían juntas y se esperaban si una tenía que atarse el cordón o beber. Cuando había público que las aplaudía por las calles, o yo les cantaba algo, alzaban las manos y, sin dejar de correr, reían y levantaban los brazos como si estuvieran ganando el maratón de su vida. En una parte de carrera, cuando apenas quedaban unos quinientos metros, comenzamos a animarlas más, y yo corría de espaldas para mirarlas y que no dejaran de correr. Todas sonrieron cuando vieron que ya llegaban, comenzaron a animarse,  y una de ellas les dijo algo que las animó (¡habrá coca-cola gratis, chicas!). Esos últimos metros se me quedaron grabados. Con sus caritas cansadas pero risueñas de estar llegando, las manos cogidas muy muy fuertes, para que ninguna se adelantara o quedara atrás. Ahí volvió a pasar todo a cámara lenta. Solo por aquello, ya había valido la pena toda la organización de la semana, el madrugón y la resaca.

El último momento dio incluso para que viniera a mi una imagen que nunca había vivido. Una especie de sueño despierta, algo que me vino a la mente por estar viviendo aquel instante. En el que estaba más dentro de mi que fuera. Había ido a jugar con un amigo a pádel. Y cuando salíamos del recinto, algo cansados ya, caminando rápido y vestidos de deportistas como si acaso lo fuéramos, el tiempo se detuvo (esto ya no es ni cámara lenta). La gente que jugaba en las pistas que íbamos pasando se congeló, las pelotas se quedaron justo donde estaban, a punto de dar contra la pared o la red. Las raquetas en alto, las vistas fijas en ellas, los vuelos de las faldas bailando. Había una familia jugando en la pista más grande, justo al lado de ellos pasábamos cuando vino a mi una imagen mental. Éramos nosotros dos, pero en realidad no. Eso no importaba. Éramos dos personas caminando juntos, en aquel desconocido lugar, donde todo el mundo parecía disfrutar y había mucho blanco. Íbamos bien vestidos, como deportistas de raqueta, y hacíamos eso cada domingo sin descanso, disfrutando del sol y de la cerveza de después, comentando las jugadas imposibles que nunca seríamos capaces de hacer, pero en realidad hacíamos. En mi sueño.





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