Las personaludiades son personas que son casualidades en sí mismas. A continuación haré una pequeña lista de este tipo de entes que tienen forma humana, a pesar de que bien podrían ser un juego de luces creado por quién-sabe-quien para estar en el momento y lugar adecuados.
Charles Baudelaire: No, no soy tan grandilocuente (aunque él sí lo era). Escribió un libro de poemas que no tenían forma de poemas. ¡Horror! Ch. B. llamó a su prosa poesía y eso, muchos años después, causó un debate ni tan acalorado, cuando una francesa fanfarrona osó afirmar que aquello que leíamos esa tarde en clase, no era poesía. A costa de la francesa rubia algunas nos echamos unas risas. Ignorantes riéndose de otra ignorante. Unos meses después El Spleen de Paris estaba esperando a Luján para que se lo llevara. Y yo esperaba a ello para decirle que cogiera uno para mí. Y a mis manos llegó el libro, aún oliendo a polvo y a versiones de bolsillo que algún profesor de literatura soltero se había comprado una vez, y al poco tiempo había regalado a una alumna aventajada, que acabó regalándoselo a su novio y éste vendiéndolo a la tienda donde, finalmente, Luján lo encontró huérfano.
Y me gusta, porque tiene un poema que se llama Embriagaos. Y me recuerda a ti.
Abdul el Gandul de la Puerta Azul:Podría haber sido otro de los cientos de guías-no-oficiales que deambulaban por Fez aguardando a que algún turista aterrizara en uno de aquellos taxis destartalados en medio de la Medina, más perdido que mi Te Quiero en tu oído. Pero fue él, Abdul. En aquel momento nos parecía que invadía nuestra pequeña y dolorida intimidad, pero más tarde sabríamos que nos estaba rescatando. Nos robó el corazón y se fue sin girar la cabeza siquiera. Tras un fuerte apretón de mi mano buena y de sostenerle la mirada unos segundos eternos, nos aseguró que no correríamos ningún peligro. Las pseudoeuropeas somos así de inseguras. Nos llevó a las partes menos fatigosas, pues le puse al corriente de mi estado físico. Y también nos hizo fotos, y nos subió a su destartalada casa, llena de banderas y toallas, sus títulos de peluquero y una pequeña neverita adornada con cuatro imanes que su hermano le había traído de países tan lejanos como Alemania. Nos hizo uno de los mejores tés que jamás probamos gracias a su cocinita o camping-gas, y nos hizo sentir que su habitáculo vivienda era en realidad un buen lugar para conversar sobre la vida. Nos dejó en el Riad, le pagamos lo que no sabíamos, y nos dejó indefensas para siempre. Al día siguiente las dos esperábamos volver a ver su cara, aunque ninguna lo dijo. Pero no apareció. Lo que nunca sabremos es que al volver a su casa aquel día, un amigo-guía le presentó a la mujer de su vida, una entrañable chilena trotamundos que le invitaría a ir a Chile, cambiar de fe y de vida.
Joan Miquel Oliver: Y su canción que habla de finales no felices. La he escuchado hoy, hacía más de dos años que no lo hacía. Me la encontré un día tropezando entre la carretera de la Pobla al Ballestar (o al contrario), en uno de aquellos intentos que daba Xavi por pasarme canciones que luego ni siquiera él recordaba haber escuchado nunca. Y me da sensación de sol, de una calidez infinita que te deja el cuerpo inerte, como esperando la muerte sin prisa, y una sonrisa así puesta como sin querer. Escuchar a Joan Miquel Oliver mientras me huelo las manos que aún desprenden el hedor de las patatas que he pelado, me produce una sensación precisamente suave. Me entran ganas de comer piñones directamente de las piñas. Xavi dice que me hago mayor y madura. Será por eso. Lo de las piñas.


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