APARTADOS

sábado, 26 de septiembre de 2015

Mil billones (de veces)

La geometría con la que envolvía sus discursos era magnífica. 

Bien, quizás "discurso" no sería la palabra. Cuando ella hablaba lo hacía susurrando. Como una especie de rumor que si pudiera verse, y no sólo oírse, adoptaría figuras etéreas y fascinantes, imposibles de describir o encarcelar en un encuadre cualquiera. 

Cuando la miraba y escuchaba susurrar, no podía evitar pensar en las nubes tercas que rasgan el horizonte en los atardeceres otoñales, como si fueran heridas que están a punto de convertirse en cicatrices de un cielo eterno y manso, paciente. Fuerte. Valiente. 

Justo como es ella. 

Su sola presencia era abrumadora. La peca junto a la nariz. La única y casi imperceptible habitante de su rostro. Eso es lo que me mantenía ocupado cuando no estaba junto a ella. Me sentaba al escritorio sin ninguna pretensión de escribir, apoyaba los brazos en el mueble y miraba a través de los cristales para poder pensarla. 

Y ni siquiera la belleza de las copas de los árboles altos que recorrían la avenida me despertaban del letargo en el que me envolvía cuando ella ocupaba mi mente. Como el humo que sale de una chimenea y se desvanece a través del aire en el cielo, ella salía de mis pensamientos y penetraba, sin que pudiera verla o notarla, en todo mi cuerpo.

Cuando podía pasar tiempo con ella, por poco que fuera, lo invertía en escucharla. En leerla. En zambullirme en su belleza sutil e inesperada. Me sentaba a su lado en el taburete cuando tocaba el piano, y miraba sus dedos frágiles revolotear entre las teclas y formar melodías imposibles que me hacían llorar de alegría. 


Nunca. Nunca fui tan feliz. Como cuando amé la vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario