APARTADOS

lunes, 4 de abril de 2016

l í b r a m e

- Irene. Me llamo Irene. Es un buen nombre, y pasa desapercibido. Y si quieres conocerme, así has de llamarme. Da igual lo que ponga en mi carnet de identidad.


Siempre quise ser la encargada de gestionar una librería bonita. Con cientos de miles de libros ordenados por categoría y autor, con estanterías hasta el cielo y escaleras correderas que permitieran el acceso a todos los libros de lugar. Diferentes pisos, y espejos en el techo. De manera que sólo se vieran libros en mi librería.

Si trabajara en ella, pasaría las horas muertas leyendo cada uno de los libros que me llamara la atención de la manera que fuera. Conversaría con los clientes y los curiosos sobre todos ellos, y aceptaría cualquier recomendación. No sé quién me diría que no es un buen negocio, pero. ¿Acaso ya no queda gente romántica? 

Si trabajara en la librería, me gustaría que llegara una pareja, y se pusiera por separado a mirar libros. A leer portadas y contraportadas. Me gustaría que se volvieran a encontrar en medio de sus búsquedas y se miraran y recomendaran autores que no conocían a ciencia cierta pero que les gustaría conocer. Que descubrieran el libro que podrían leer juntos en el parque o en bares franceses una vez a la semana. 

Me gustaría que se besaran, después de ver en el otro lo que les enamoró hace ya un tiempo, al hablar de Confucio o de Haruki Murakami. La curiosidad. Lo desconocido, lo nuevo. Lo diferente. Lo humano. Lo bello. 

Ella miraría al techo mientras él la abraza y vería la imagen de ambos devuelta. Rodeados de libros y de palabras desconocidas, y de autores que esperaban en fotografías o en contraportadas mientras fumaban cigarros, a que ellos les leyeran. 

Se prometerían libros. 

Como todo lo que se promete, siempre guarda una alta dosis de ilusión, aunque pocas veces se concreta. Lo prometido es sólo eso: palabras que alimentan el presente y permiten un futuro cercano. Se alimenta de ilusión y confianza. Y se muere con el tiempo, como todo. 

Se irían sin concretar, claro. Sin comprar ningún libro. Con la cabeza llena de pájaros, autores, palabras, historias por conocer. Se cogerían de la mano y a través del escaparate les vería irse, alejándose del mundo del conocimiento. 

Y yo volvería a bajar la cabeza y escribiría esta historia.

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