
Va en el autobús camino de la universidad. No le gusta estudiar. Cree que los de su carrera son entre estúpidos y vacíos. Prefiere leer novelas y ensayos de todos los tipos y colores. Aunque a decir verdad las clases son un buen lugar para encontrarse con bibliografía que luego recoge en la biblioteca y devora en casa. A veces, cuando se suelta la melena, escribe. Le gustaría escribir cuentos infantiles pero con ilustraciones muy muy suaves. Porque se acuerda de cuando era pequeña y su abuelo y sus padres le contaban cuentos imaginados. Entonces ella tenía que hacer todo el trabajo de inventar los dibujos y paisajes. Así desarrolló una espectacular imaginación. Pero con sus ilustraciones los niños tendrían por donde empezar a imaginar, y todo sería más fácil.
Considera que estudiar sólo sirve para no morirse antes de tiempo. Aprender, y aprender. No obstante tiene miedo. Porque lee mucho y luego no recuerda fechas, autores, personajes. A veces recuerda el olor o la música que la rodeaba cuando leyó una de sus novelas preferidas, pero no recuerda el nombre de sus personajes principales. No va a parecer demasiado lista frente a sus compañeros. Por una parte le importa mucho hacerles saber que ella vuela más alto. Pero por otra, tampoco le da importancia. Apenas tiene relación con esos personajes pegados al teléfono que llevan ropa nueva cada día y se gastan en zapatillas lo que nunca se dejarían en cómics-abre-mentes.
Aunque en el fondo; en el fondo del fondo, les tiene envidia. Ella también desea salir de fiesta, tomarse tres copas, que alguien le coma la boca, volver a casa y acostarse con su ego. Las cosas de los demás que le causan asco a la vez le atraen. Es lo que les pasa a muchos de los personajes que crea en su cabeza a partir de sus libros. Y piensa que, al final, todos odiamos y amamos a partes iguales lo que no tenemos. Al fin y al cabo, ¿quién no se ha preguntado alguna vez que se siente al hacerse un chute de la sustancia más tóxica y placentera? (¿el poder? ¿el primer amor embriagador? ¿la cocaína?).
Lucía confía en que su tristeza irá desvaneciéndose a medida que todo empiece a importarle una mierda. Y también tiene fe (algún tipo de fe, no sabe cuál) en que encontrará a alguien que ame los libros como ella. Que le recomiende un libro tras otro y los puedan comentar en las cafeterías pequeñas donde sirven pedazos de tartas de zanahoria y cafés humeantes en tazas de desayuno. Donde se escuche la melodía de Desayuno con Diamantes, lo único que salvaría de la película Lucía.
El autobús está llegando a su destino. Pero, ¿y si baja una parada o dos antes? ¿Y echa a andar? Ya sabe lo que va a ver si llega hasta el final. Pero no tiene ni la menor idea de lo que puede ocurrirle si dedica el día a leer en los bancos, caminar por la arena, o escribe poemas en las escolleras del mar, que se ve no tan lejos, a unos kilómetros de donde se encuentra.
¿Y si baja? Y deja de pensar en lo que podría ser. Y olvida un poco la universidad, que le llena la cabeza de ideas que nadie lleva a cabo, donde la gente apenas piensa. Y se pone a buscar, aunque parezca que no quiere, a ese o esa que le muestre el sendero de lo que no está pasando (pero podría ocurrir).
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