Cuanto más cerca de mi me siento, menos entiendo el mundo que me rodea. Y es extraño, ciertamente, porque una no debería ser, o mejor, no podría comprender su ser, sin conocer (re-conocer) el contexto en el que se encuentra, la gente que la rodea, los árboles que le dan sombra, las caras de la gente que la mira, el rostro que ama, el aire que respira, la familia que la sostiene.
Y lamentablemente, no tengo ninguna certeza acerca de los temas anteriores. Sé que amo, pero no sé a quién ni por qué. Ni mucho menos encuentro su rostro en mis recuerdos. Siento la sombra de los árboles cuando me arrimo a ellos, pero definitivamente no sabría diferenciarlos de los otros árboles. Cuando me miran, en las calles o en el metro, suelo meter mi nariz en un libro o en una baldosa del suelo. Por lo que desconozco quiénes me miran, cuál es su verdadero propósito, ni si la familia que me sostiene sigue estando abajo, o ya floto sola, como retando a la gravedad a ponerme en mi sitio.
Pero, a pesar de estas afirmaciones, que si bien no son pormenores, tampoco merecen la importancia que algunos libros les dan, cada paso firme que doy estoy más cerca. Pacientemente camino, pues como ya sabemos, no es la llegada lo que importa, sino el camino a ésta, sea cual sea.
Siento que camino y que a cada paso, el aire pesa menos, mi espalda se yergue más, los zapatos me hacen menos daño, quizás ya cedieron a los dedos de mis pies. La culpa no pesa, se fue. La tristeza camina a mi lado, con una media sonrisa, comprensiva pero inquieta. No se encuentra en mí.
Sé que camino, pero no voy en dirección a ti. No existen señales en este camino, que guíen a una como en las autopistas se señala el Norte o el Sur a los coches. Y sin embargo, no tengo un sentimiento de pérdida. De desconcierto. Más bien siento esperanza. Porque la certeza da esperanza.
La paz vive en mi. Mi alma se despereza y ocupa cada vez un lugar más grande que el resto de órganos. Se abre espacio, lentamente, apenas tiene densidad, ni siquiera se puede ver. Pero ella se abre camino, porque sabe cómo. De la misma manera que el vaho se cuela por debajo de la puerta del baño, y cuando salgo a la habitación, los vidrios de la puerta corredera se han hundido en él. Ahora están grises, resbaladizos, creando una nueva cortina entre los espacios. Entre mis espacios y yo.
Aunque a veces miro atrás, con algo de miedo si me permiten el atrevimiento, no se apoderan en mi las ganas de correr. No porque sea de cobardes, sino porque no tengo prisa. No tengo prisa por llegar. Apenas estoy comenzando a disfrutar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario