Me dijeron que tenía un problema: me iban a salir arrugas en las comisuras de los labios. Yo miré a la esteticista con cara de no-sé-si-me-importa-esta-noticia.
Ella, para tranquilizarme y darme esperanzas, me dijo que aún era joven y que podía usar cremas para evitarlo.
Yo seguí callada, pensando. Ella rompió el silencio: "Es muy propio en las personas que son felices, no paran de reírse".
Lo dijo así, como quien habla del tiempo.
Me dijo que el problema de ser feliz eran las arrugas, en resumidas cuentas.
Me dijo que era feliz. Y no fui feliz porque me dijera aquello. Era feliz porque... ¿era feliz?
Me quedé pensando. De pequeña, antes de cerrar los ojos para dormir, pensaba en el/los "problemas" que tenía pendientes de resolver. Sin darme cuenta, volví a hacer un repaso mental, ante la esteticien, de mi vida. Vacío. No había temas pendientes. Solo una hermosa carretera que seguir.
Dios mío.
Soy feliz, me dije. ¡Y tendré arrugas!
Me dio pena que me lo tuviera que decir una desconocida, y que además lo diera como una mala noticia. Pero en cualquier cosa, valió la pena.
Salí de aquel lugar al que siempre me prometía no volver. Caminé hasta casa, y al abrir la puerta salió un olor a comida recién hecha, a casa, y entremezclado con una neblina de calor y música de fondo sonando. Esa era mi casa.
Le miré. Me sonrió.
No sé cómo no lo supe antes.
Solamente necesitaba que alguien me diera la mala noticia para darme cuenta.
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