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jueves, 6 de octubre de 2022

El abuelo Emilio

 El recuerdo más potente que tengo de la muerte de mi abuelo cuando era una niña, es el sabor de un caldo que me hizo mi madre esa noche, después de darme la noticia.


Yo me senté en la mesa a tomarlo, quemaba mucho, pero no me dolía. 


Mamá estaba al lado, fumando. Miraba al horizonte, y yo miraba la pared que había frente a mi,  mientras sorbía poco a poco.


De aquella dulce manera entendí lo que era la muerte: silencio, vacío, tristeza, caldos calentitos y una madre cerca. 


Recuerdo que, cuando me dieron la noticia, tomé un número de ese día (no recuerdo si era la fecha, o un número de habitación de hospital), y abrí la página de mi biblia para niños. La página hablaba de la resurrección, aquél espacio de tres días en los que Jesús desaparece y luego vuelve. 


Por aquella época creía que Dios estaba ahí y que se merecía mis diálogos interiores. En el fondo, si lo piensas bien, Dios era yo. Así que abría la página de la biblia por el número de mi abuelo, y hablaba con él. Leía lo que decía el texto y después le rezaba, le contaba anécdotas, le preguntaba cómo era el cielo. Me preguntaba cómo era el cielo. 


Eso lo hice varios años, incluso cuando ya no estaba segura de si creía en alguien. Y definitivamente, he seguido hablándole por muchos años. Sobre todo cuando iba a verle al cementerio. 


Tras aquella noche, no fui a enterrarlo ni a verlo en el velatorio. Yo debía tener unos 9 años, (no recuerdo si él aparece en la foto de mi comunión). Él no sé cuántos años tenía y no lo quiero saber, porque siento que mi papá se acerca a esa edad y no quiero tener más información de la que puedo asumir. 


Mi madre siempre me ha ocultado muchas cosas de la vida, para que no sufriera. Por eso ella consideró que no debía acudir ni al entierro ni al velatorio. Se lo agradezco enormemente. Sin embargo, la María de hoy cree que podría haber apoyado más a su papá en aquella noche y días posteriores de que perdiera a su padre.


Y, quizás por eso, durante muchos años sentí que iba a perder a mi padre en cualquier momento y que se me escurriría de las manos como lo hizo mi abuelo. Me daba un dolor en el pecho, suave, un repiqueteo, latido fuerte. Y pensaba en la desaparición de mi padre, como una gota, detrás del suyo. Aún lo siento a veces. 


Mi abuelo murió, según dicen algunas versiones, en su cama. Era por la tarde, estaba en casa junto a unos amigos (en casa de mis abuelos siempre había gente a cualquier hora), y decidió ir a darse una pequeña siesta. Después, ya no despertó más. 


Escuché comentarios sobre una ambulancia que no llegó a tiempo y por eso mi abuelo falleció. Nunca supe si llegó a ir al hospital, ni qué pasó esa noche. Quién lo encontró, cómo. Sólo recuerdo que mi madre, mientras me daba el caldo, me dijo que había muerto sonriendo. O quizás yo lo recuerdo así. Pero nunca he preguntado nada acerca de eso. En mi familia son de esos que no hablan del dolor, o de los recuerdos negativos. Los dejan bajo la alfombra y la pisan mientras bailan con los recuerdos memorables o los planes de futuro. 


… 


La muerte de mi abuelo nunca desapareció de nuestras mentes. Él nunca se fue. Mi abuela comenzó a vestir de negro. Ella tan sonriente, tan menuda, se convirtió en una hormiguita negra y brillante con lentes grandes y los mismos zapatos repetidos por varios pares. Ella también murió ese día. Porque nunca volvió a ser la misma. Se convirtió en una señora de negro que se sentía sola y desparejada, necesitaba con fuerza a sus hijos y nietos pero yo nunca lo supe hasta que era grande. Y me arrepiento enormemente de no haber estado más con ella. 


Si pudiera volver atrás en el tiempo, no intentaría despedirme de mi abuelo, (no sé lo último que nos dijimos, ni tampoco lo necesito saber, porque sé que fue hermoso). Intentaría llegar al día después de su muerte y sostener a mi abuela, llevármela al parque, preguntarle por su marido, hacerla recordar todo lo que tenía en la mente de su vida con aquel gran hombre. Grabaría todas las conversaciones, haría un árbol genealógico, le haría dibujar flechas y apellidos mientras jugamos a las cartas y escuchamos pasodobles. La invitaría a entregarme su pasado y sus más hermosos recuerdos y se los escribiría en un gran libro con mi letra y puño, añadiría fotos grandes de ellos y dibujos brillantes. 


Ella falleció varios años después de mi abuelo. Pero como digo ya había muerto años antes. Los que le quedaron le sirvieron para disfrutar un poco más de sus nietas, cocinar para nosotras, vivir de los recuerdos, ver la televisión bajo el reloj de cuco sobre su sillón de flores, y generar una simbiosis con la soledad. Ella era la soledad. Flaca, pequeña, silenciosa, preguntando a todos si necesitaban algo. 


Hasta que un día comenzó a olvidarse de preguntar si necesitábamos comida, o de llamar a casa. Luego dejó de recordar su dirección, nuestros nombres (el mío lo recordaba más que los demás y eso me hacía sentir bien), olvidó el suyo propio. Y así, uno a uno, se esfumaron todos los recuerdos que tenía en su cabeza. Como un árbol en medio de una tormenta otoñal, viendo sus hojas volar a un viento que ya no le pertenecía. 


Mi abuela murió en una residencia para la tercera edad, en una habitación para muertos en vida, aunque no sé cómo. Quiero recordar, y así lo haré, que murió mientras dormía, sonriendo. 


Cuando me contaron la noticia, nadie me dio un caldo. Tampoco me dejaron fuera del velorio y del entierro. Tengo la imagen de ella, tras un vidrio, maquillada y bien vestida (de colores, como cuando murió por primera vez). La imagen de ella descansando para siempre y se me parte el corazón cuando lo recuerdo. Fue la primera vez que vi “un muerto”.


La muerte de mi abuelo aún me duele en lo más profundo de mi corazón. Porque el día que murió el abuelo Emilio, perdí a mi abuela Enriqueta. 


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