(((Soy idiota. Y he borrado sin querer la entrada anterior del blog. La que hablaba de Rocío, de David, del viaje a Isla Negra y la casa de Pablo Neruda. Joder. Si alguien la ha guardado porfa que me la reenvíe para poder volver a publicarla)))
Valparaíso.
Triste y descuidado. Decadente. Pero personal. Con carácter. Profundo y recio. Bonito para fuera y extrañamente triste y dejado para adentro.
Rocío no había visto el Valpo del que yo me enamoré. Y yo no conocía el Valpo que la convirtió en una habitante desganada más de la ciudad. A veces las cosas han de verse desde los ojos de los demás para poder verlas al completo. No es fácil. Pero es necesario hacer tal ejercicio.
Vimos Valparaiso juntas. La parte fea. Pero también la parte bonita. La que brilla. La de los cerros de mil colores. Y en un momento compartido con sus amigas mientras comíamos en un parque empanadas chilenas, Rocío leyó la oda de Neruda al Día feliz.
Neruda escribió muchas odas. Las tengo en un libro que venía leyendo a mi vuelta del viaje. Este hombre veía la vida diferente. Rocío y yo ya lo hablamos. Mira que yo soy sentidora. Y este espacio deja un leve reflejo de ello.
Pero la mente de estos poetas. Esa manera de vivir y de comprender el espacio que les rodea como si de un festival para el sentir se tratara, me llena de envidia. También a veces lo veo exagerado. Casi imposible vivir tan en serio todo. Tan intensamente que una puede perder el sentido de lo necesario y lo necesitado. De lo indispensable y lo deseable. De lo que hiere y de lo que pincha.
Volvía en el bus sentada y acurrucada viendo el paisaje camino a Santiago ya. Cuando se subió un vendedor de comiditas al bus. Me dijo qué quieres. Le dije que nada. Sobre todo porque me había dejado la cartera en Santiago el día anterior. Llevaba dos días con dinero prestado y sin identidad. No le expliqué solo le dije que no quería nada.
El hombre siguió vendiendo al resto del autobús. Y cuando acabó y volvió al principio volvió a mirarme y me preguntó. Le dije que no llevaba el monedero y le enseñé mi riñonera vacía. Me regaló una bolsita de cacahuetes garrapiñados. Y se bajó del bus. Desde arriba le dije adiós con la mano y una sonrisa.
A mi llegada vinieron mis rescatadores personales. David, Vero y Cristián . Fuimos a un bar histórico de la capital al que solíamos ir Vero y yo. Y más tarde caminamos por el barrio Yungai. No lo conocía. Es precioso. Antiguo. Te lo recuerda cada esquina aunque la vida ya sea moderna. Me encantaría vivir ahí.
En la noche salí con las niñas de la Usach y los pololos a una fiesta y conciertos. Terremotos, buena onda y música. ¿Quien da más? Yo. Yo siempre quiero darles más. Porque se portan conmigo demasiado bien.
Y hoy domingo hemos acompañado a Cristián a ver unos terrenos en un parque nacional. Que además es considerado un bien de la humanidad. Un parque muy lindo aunque un parque. Cerros, árboles sin fin, flores y solana. Hierba, caballos. Ha estado bien. Una experiencia interesante. Algún día explicaré por qué.
Hemos vuelto todos dormidos y cansados del sol y de reír. Hemos cenado rebien en el barrio y ahora a dormir. Las semanas que acaban genial auguran lunes perfectos. Eso es así. Y además es un dicho indígena...
Me he acordado de muchas personas hoy.
Me gustaría saber cuantas se han acordado de mi, también. Y a la vez.
¿A ti no te gustaría saber cuántas personas están pensando en ti ahora mismo? Sin duda nos sorprenderíamos mucho.
Vero duerme a mi lado. Lo peor es que me estoy acostumbrando. Ya no me siento desubicada. Ya no me siento extraña. Y eso sólo puede ir a mejor. Echo de menos cosas de España pero otras cosas las echo de más. Me siento mal por ello.
Lo mejor de esta semana ha sido Rocío. Ha sido Neruda. He sido yo resurgiendo. Han sido los dos mejicanos y el chileno esperándome en el coche cantando canciones mejicanas para irnos a conocer lo desconocido.
Han sido tantas cosas que estoy llena. Plena. Como en paz.
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