Ella es frenética. Es impulsiva, nerviosa. Es una corriente eléctrica, pero silenciosa. Como una serpiente esperando a cazar una inmensa presa. Rápida y silenciosa. Es de las que nunca se mete las manos en los bolsillos.
Cuando mis ojos se posan en ella tardan horrores en conseguir una imagen mental nítida de su figura. Es una especie de estrella fugaz constante. ¿Por qué no se para? ¿Por qué no la paro yo?
Incluso cuando lee, no está quieta. Se muerde el labio, cambia de postura cada página y mueve la punta del pie contra el suelo como si quisiera pisar todas y cada una de las hormigas del planeta.
Su estado me recuerda al corredor de relevos que está media carrera alerta, corriendo un poco hacia delante pero sin dejar de mirar atrás, para ver por dónde llega y recoger el testigo. Y entonces sí, echar a correr sin temor ni nada que ver atrás.
Me pregunto cómo será en la cama. Me pregunto de qué lado dormirá. Quizás de todos. Me pregunto y no dejo de preguntarme.
Pelea y pelea. Nunca se queda atrás, nunca decae. Siempre está ahí, constante, sin sobresalir y sin desaparecer. Parecida al sonido que produce el rumor de las cigarras dentro del pueblo. Lejano, casi perdido, pero constante. No molesta. No hay aullidos. Pero si uno se queda quieto y se da cuenta, lo nota.
A veces lleva gorras o gafas de sol de colores vibrantes. Es adicta a comprar billetes de montañas rusas. Luego se guarda los tickets, tras las jornadas, y los pega en una pared de su habitación. Apenas quedan huecos para ver la gota y el azul cielo del cemento.
Quiere morirse ya para renacer y ser la aurora boreal.
Es el espagueti que se te queda colgando de la boca cuando te metes el tenedor enrollado y de repente pasa Él con otra. Y se te cae la mandíbula.
Es la imagen mental que tienes del espacio.

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